jueves, 4 de septiembre de 2025


 GILGAMESH: POESÍA Y POÉTICAS presenta a LUIS BACIGALUPO 

(Publicado el 05 de marzo de 2025)

Luis Bacigalupo (Buenos Aires, 1958) es poeta, narrador y editor.

En la entrevista, Luis, dice:

«El verdadero trabajo, el sentido de todo trabajo con la palabra, con el “sentido” incluso de la palabra, residía en permitirme escuchar esa voz propia habitada, a su vez, por otras voces, pero confiando, ante todo, en que podía llegar a ser capaz de contar con el necesario discernimiento como para reconocer la procedencia de esas otras voces que me habitaban y aspiraban a constituirse, aun sin que lo advirtiera, como propias.»

SELECCIÓN DE OBRA

de TROGLODITAS, 1987
LA COSA
En esta subzona que ven mis ojos
la entrada a tu cuerpo, está la salvación.

el amor es una galería de concreciones carnales
donde la zorra rupestre es una falsa ilusión
hoy con la demolición del mundo lo sabemos
la cosa, sin embargo
el deseo que es la cosa yace
en un abismo en perpetua ablución
donde la zorra rupestre nuevamente
es un signo que algún jurásico infame congeló en
la piedra jurando su asesinato a dios (bien muerto)
en nombre de ALGUIEN
siempre el mismo
quien se complace en redactar la partida de
defunción (redactar un grafitti)
porque el amor es eso
un sistema subterráneo donde
la zorra finalmente resulta
ser un signo obsoleto.

de YO ESCRIBÍA UN POEMITA, 1988 (fragmento)
4
Yo escribía un poemita bello e inocente
–cómo decírtelo–
era tan bello que los blancos mirlos
y las rojas mariposas
veían en los meandros de sus letras
florecillas donde libar
el néctar dulzón con
que se embebe
todo acto de amor y justicia.

Para ella escribía el poemita
y justo niñín
justito fue
que…
(querría que pudieras comprenderme)

Un sol
apenas más pequeño
que el infinito
y amarillo parque
floreado de primorosos mirlos
y mariposas de rojas pintas
muertos
(querría que corrieras ese sol por un instante)

Toda su belleza…
el cristal de las aguas
se quebraba ante mis ojos…
las hojas yermas nos sobrevolaban parcamente
y los perros venían a lamernos
las palmas de las manos
para luego caer muertos
sobre el blando y amarillo
infinito del parque

La bruma se hundía en la hojarasca
y no había motivo que exaltase
este dolor

No había dolor: Nada
que sobre la húmeda tierra
posase su aliento

Sólo la tristeza
descendiendo de mis ojos
como arcanas perlas
o súbitos cometas de pálida turbación

(querría que tus ojos entornaras
y esas perlas de leve fluir
colmaran tu pecho)
Eran bellas e inocentes
–cómo decírtelo–
eran tan bellas que los pájaros añiles
libaban el jugo salobre
con que se embebe
todo acto de amor y herejía

Yo escribía un poemita
que hoy querría y no puedo recordar…
…………………………………………………………………………………………….
de EL RELUMBRÓN DE LA CLARABOYA, 1989 (selección)
I
Soñé que mijita… (fragmento)

Cuando el crepúsculo exangüe
diluyó la materia
y abrazando sus lindes
la hizo suya
eterno
fue el instante.

Reverberaba la luz
lejana en un punto
cuando sórdido y hundido
en su sombra
lo vi venir.

Ya una vez cercano
la opacidad de su cuerpo
dilucidó el prodigio
que las distancias ostentan.

Así
avizoraba a sus lados
sin que el azul de sus ojos
hallara aquello
que da a un camino el sentido
hacia el abismo
o da
a la luna el sol su luz
que en plácida noche se goza.

Porque el azul de sus ojos
que acrisola la materia y
la empapa con su luz a
tientas
ciegos me encandilan
y desgranándose rojos
se entornan
y se inyectan
la hiel felina
del mirar aleve.

Porque sin parpadear
el resplandor secular de la luna
(luminiscencia señera)
pudo habernos guiado
aunque errantes nuestros pasos
jamás
lo hubiesen consentido…
…………………………

de MADAGASCAR, 1989, Ed. Último Reino. Segunda edición corregida (2020), en El Jardín de las Delicias. (selección de la 2da. edición).

de EN LAMAR MÉDULAS (fragmentos)
I

¡Lamar… lamar…!

Despliega la alborada
la tórrida viscosidad de sus anhelos.

¡Lamar… la marejada…!

Ola frágil cincelando la arenisca.
Ola lábil de espuma pasajera.

Laca marchita en la cubierta

¿lamar melindre?

Sensible estrépito del día.
La gota que agoniza en la arena
se extingue.
En la arena la muerte.

Combatir el silencio sin apremios.
Aullido visceral de los fantasmas.
Por tedio…
Batirle sus fulgores…

Náusea: el ansia de un susurro
despierta
su apetito voraz
o casi
debajo de él
sumérgete
sumérgete en la laca.

Las ondas son
pintas refulgentes en el cielo.

Un dolor de mar finge la flor
un hilito de agua

mientras la gota del pétalo cae
y es


de MADAGASCAR (fragmentos)
I

En un pequeño agujero del mar
se alza Madagascar.
Allí emergen los cuerpos con platas engastadas
y las sombras que realzan los guiños son allí
dominios del silencio y la alucinación.

Mendicantes arenas platinadas
carcomen caracolas
y el himen desgarrado del poniente
déjase poner.

Canutos ubicuos. Razias de una noche
hendida por la luna. Duna subrepticia
o rémoras prendidas a la sal.
¡Madagascar!
¡Madagascar!
¡Bellas cremas del mal!

Urnas indecentes de la muerte.

He visto barcas mordiendo la ribera
tesoros imprevistos y conchas festoneadas
de oropeles sinuosos.
Grafismos del azar. He visto allí
hirsutas matas
sahumando los fiordos.
¿Los hay?
¡Dirán que no!

Sobreviene el crepúsculo en la isla
y un crespón se bate sobre él
espoleando la oleada nerviosa.

He visto espuma extrañísima en la cima
de las olas: iridiscencias de un nácar seminal
para delectación de los sueños:
rara gema exhibida
en un mercado de exudados
carísimos.
Joyas de un mineral fluido
o
sales engarzadas en la piel
oscura de este mundo…
…….

LAS PURPURINAS, 1989 (selección)
de NI PULSAR PIENSO LO ENDEBLE

Raya parecida al cielo de modo que quiera… Mónada. Oh mi monadita, róndala
suministrándole. Lo raso apenas o ajenjo de idéntico: dije.
Forza el aseguro alhelí no sin antes… En la pradera o en la conchita flora del desfolio.
¡Pardos y cardos hay!

A los coleópteros y a los rocines, podrías pues, cholita, darles el pase a retiro. Pero Adondra arguye que mis ojos son la raya final del sueño. No le creo: Adondra no vacila.

“¿Qué literatura no pasea en litera?”

¡No le arguyo ya! “monedas en la ranura eche centavos en el…”
¡No! ¡Pero no le arguyo ya!
No lama lirón o braquea nolar guyolá ni el lomito andrajoso del capoto que soterra.
Tierra mía de ala y aura vientrealinas.

¿Qué chiste no reposa?

Adondra asista sístole del eco musiquilla insístole en poner
montada al ico.
A lo largo de la cinta, ¿el chiste?, quizá filtrándolo. Arguyo.
…………………………………………………………………
no hay caso
es el asco
y no puedo más con él

siempre fuera de mí como cosa soez

abrigo mi álgida esperanza en la pared
en la claridad que convoca el vano que
llama a caer fuera de este acoso es él

acaso cayera grave elevando aquello que
quiera vivir mi ingravidez
en el sopor mi ingravidez el astro es
como elevándome en sofocada lucha:
¡oye… mi ingravidez!

es entonces que desprendo en el ocaso
el final cegado de mi vida
en la vía es que me imprimo
de modo críptico

aunque siempre fuera de mí sea él
como cosa soez
como elevándome
……………………………………………………………………………………………
Doblegar. Me has doblegado.

Acierto en sostener las heces purpurinas. Dobleces
en ruedo da el sostén, pues me has desposeído. No de otro modo
las aguas se han posado. Sorbidas, para fundir en fugas decrecientes
lo que hiende del légamo, el guijarro.

El rostro es, sujeto a la perplejidad, siempre fundido: eso.
Doblegado también, aunque nunca lo doblegues, el rostro: eso: la huella.
Extenuación de la sonrisa en el parque.

No sorbida de igual modo, posada inerte en cataléptico torpor, eres torpe, sí,
cuando intentas doblegarme.

Pero verás, mijita, no me has doblegado aún, ni en plegarme –empero– insistas.
Mira ya, pues, cómo solito me despliego.
(solo puedes pulsarme apenas solamente)
Sin embargo, mijuela, nunca dejaré que me pulses. Sábelo bien,
blandiéndolo.
Ni vencido dejaré que acerques tus heces purpurinas.
Ni aquello que llamas dobleces.
Pero si doblegarme quieres, comprende, ávido me entregaré
a la operación. ¿Puedes –sublime– decirme en qué consiste?

Oh. Lóbrego. Oh. Pulsátil.
Cuando recuerdo el doblez
ni pulsar pienso lo endeble.
…………………………………………………………………………………………….
de EL OCÉANO, 1992 (selección)
EN EL NOMBRE DEL AGUA (fragmentos)

sobre la clara superficie del agua
dibujo un cuerpo indeleble
donde se enerva el músculo
y permanece
en su oscuridad
boyando

en el agua gutural
las hojas caen
y caen
y ondulan
el limo mural de una idea

en el agua que irradia al músculo su luz
como un fino
estilete
que hiere la boya
de un fugaz pescador de almas
hay
un precipitado inocuo y
transparente
hay también
terror

rotación alocada del timón
en el fraseo
lo espeso
una ilusión
en las galerías donde la voz difunde el nervio
en bandas

en el agua
vamos a sus pasajes serenos
delicadas lágrimas del coral en honda
contención
la desazón
y la piedad
descansan…
……………………………
…tengo
toda el agua en mí
la mía
la que ha dejado de ser mía
la que nunca
ha sido mía
en la verdad inasequible del agua
dibujo un signo indeleble
túneles
he visto
voces
caracol indeleble del
oído

pueden escuchar cómo silba la saeta
pueden ver el punto medio
cómo se tensa el arco…

MI NOMBRE (fragmentos)

mi turbia estela
unánime fuga el tizne
ese lustre espaciado
en la ecuación
del dios

brillantinas del óbice
el rostro viose en la obturación
glauca del pañuelo
perlada
la imagen
imaginada
del dios cuyo
semblante en tizne ardiera
unánime
sin
volatilizar el polvo
de ondina
ondulante pizca
qué veleidad espaciar
la vanidad
del cielo
desplegarla
en el pasillo estrecho
que a todos nos conducen
a un teatro
sin fin…………
hago de la claridad un muladar de intensas sombras
y
en la difusión hice
mi damero circular
y el tul
que vela el óvulo ese
que nunca me fue dado
lo demás ha sido lo demás
lo otro
lo que espero
aquello que no ha venido a mi paz
no es lo otro
lo que espero
lo demás
no ha sido lo demás
que fuera antes
mi cauterizado ombligo
mi chispa
mi cerilla arqueada
al fruto
al fuste del frutal
le ha sido dado
el nervio
y yo espero
aquello
que no ha venido a mi paz
aún
lo otro no parece llegar
jamás me ha prometido el alma
una gema
una chispa
una pizca
una perla bajo un negro tul
excelsa y
parpadeante
donde el azar renueve
las junturas
del sueño

me ha prometido
la simulación el fingimiento
un teatro de máscaras lunares
adheridas
a la cuna del hueso
lo demás ha sido lo demás
lo otro
lo que espero

EL OCÉANO (fragmentos)
I

madre:
en la intensidad del agua
o en el infinito del punto

en el punto
en la corredura del agua hay
un punto

en la mácula del cielo que chorrea
vejámenes sublimes
no infinito
el punto hay
y el globo
fuera estrangulado
de lado cayendo

soplo
abre los portales del confín
las blandas lindes del humo blanco…

de ELÍPTICA DEL ESPÍRITU, 1995 (selección)
2
Como prefieras, como tú quieras; en tanto yo decida por ti que así lo hagas o tú desees que yo lo acepte, no te detengas. Por las luctuosas sombras de ese bosque en el que te pierdes con frecuencia, cuando yo espero que no me encuentres allí, reconcentrado, envuelto en las penumbras del castillo. Por esas sombras que danzan según la eterna música de los grillos, de las ranas que habitan el pantano gris, ya no por mí, sino por ellas, podrías hacerlo tantas veces te plazca.
Por las noches, cuando el viento silba obstinado entre las ramas secas, escucho tu voz. Apagada y lejana, como si procediera de algún remoto sitio de mi garganta
5
Es preciso decir algo, algo manifiesto por el azar y el roce de la gracia que sabe ser oportuna como el pijama en una noche helada.
A la hora del té, cuando ellas llegan para sorberlo ruidosamente de la vieja porcelana ajada y lavada como la mona, y luego, al cabo de sus deliciosas regurgitaciones, meten sus viscosas manos en mi filodendro, el que la abuela trajo aquí para embellecer la naturaleza heliotrópica de mi living, y le hablan, y le dicen sus cosas, y se manosean sin disimulo y me invitan a mí, también, a que lo haga, a que les tome la temperatura con el termómetro que una de ellas extrae de su cartera; a mi pesar –a esa hora–, me resigno a mi suerte. Han envejecido, aunque me pagan bien. A cambio, yo les administro una medicina amarga, pero cuya eficacia sorprendería a las tías más achacosas de ciertos queridos amigos.
A la hora del té, Dios bebe con nosotros, pero prefiere los amaretis a las masas.

6
No es lo correcto, ya que sin esta intensidad no se podría. Es inútil insistir, más bien, esto es una afirmación. Llueve, pero podría no llover. En otros términos: el mundo, en lo que concierne a su efecto gravitacional, jamás nos hizo falta. Responde a una imperiosa discursividad sin ilación, sin filiación. Es excesivo –por la elipse–, ya que carezco de fines. Sin embargo –y este es el punto en cuestión–, abundan los poetas apoltronados en ese mullido lugar común a sus propósitos, de los que yo carezco. Lo correcto sería entonces que dejen el heliotropo en el Perú. Así, no de otro modo, podría vivir eternamente. ¡Tú, rocío! ¡Tú, brisa insuficiente! Arder en esta lúcida broma pasajera. Olvídate de todo cuanto quedó atrás, disipado por el viento. ¿Qué torpe mano maltrató tus pétalos ¡Responde!, las rosas despiertan al alba. (Breve pausa).
…Si un día he de morir, que sea en el Perú. Pero si nunca muerte alguna me anticipa, como el heliotropo anhelo vivir, digamos, dominado por la gula y la crueldad.

de MIXTIÓN, 2014 (selección)
LA ILUSIÓN DEL BOSQUE
1
Tupido: más bien despejado.
Al comenzar. Es un tránsito imposible.
2
Las funestas sombras de las frondas.
Allí: infecundo, inapropiado es
Pensar.
3
Respirar: poco menos de un silbo.
En el alféizar, acodado, podríase
respirar si acaso hubiese.
Horizonte. Oblicua idea
en la fronda de
funesta mentalidad
4
La tentación de un claro
en la extensiva visión del rudimento.
De un posible acomodamiento
en el soleado sitio, hoy –trunco solar–
lejos ya de conmovernos.
5
La corteza: su aspereza.
Anillos que circundan la savia
en busca de un nombre
cuando la muerte llegue
y llegue.
6
Fibrosa y violenta
mordiente inmoderada.
Pronto allí nos podremos ocultar.
7
Una absoluta ausencia de imagen.

NADA MÁS EXISTÍA
En un principio
Tú estabas allí
Comiendo nueces.
Yo, del otro lado, con los
Ojos privados de visión
Mascaba una ramita de laurel.
El murmullo del arroyo adormecía
La gramilla. Entonces,
Nada más existía
Entre nosotros dos.

EN UN PRINCIPIO LOS NÍSPEROS
También, en un principio
Tú estabas allí.
La primavera sucedió
Al verano, extrañamente;
El murmullo del arroyo
Luego adormecería
La gramilla.
Claro que nos nísperos
Y esa ramita de laurel. Nada más.
Nada más que la existencia
Entre nosotros dos.

de LA CONFERENCIA, 2022 (selección)
LA CONFERENCIA (fragmento)

I

Para empezar
conviene callar y escuchar
extirpar la voz de cuajo del garguero
y en el silencio artero del auditorio escupir,
de lado y discretamente,
la flema del borrego
de esa rancia estirpe de la estupidez.

Y así decir el quid de lo inaudito
bajo el asombro de quien oyera la expresión
de una idea que aún no ha tenido lugar.

Entrar, tomar asiento y callar.
No pensar. Todo sin dejar de hacer como si,
optando por la pose apropiada a los efectos
de hacer notorio el cómo no,
el gesto correspondiente a un como,
digamos, si el lóbulo se ensanchara
y expandiese, en su parva frontalidad,
la conciencia de la auto indagación
para que el sentido de lo disertado penetre
el orificio sutil del caletre.

En el propósito ético de callar
un desvío mal intencionado
del púlpito al retrete
se da lugar al habla y
en tal sentido
su producción despliega el grito
bajo un dilema razonado
que a resguardo queda
y no angustia, sino más bien
inquiere, entre dientes mascullado,
el destino de una interdicción.
Nada a su dignidad asiste
llegada la hora en víspera anunciada
atestiguada
en su mecánica defunción
siendo que nada a su dignidad resiste
y ha perdido presencia
la esencia indigna del signo
revelado
mas nunca excedido en vigor
incontrastable
de quien vive en la holganza
del persistir
en el ornato a sabiendas
de que insufla al alma alarma
contra la impunidad verbal
del conferencista
siempre dispuesto a hacer de la lengua
una relamida complacencia entre
escrupulosa y crápula.

Pero nunca nadie antes se ha explayado así
razón por la cual de más está decir
que suya es nuestra atención
aunque el curso de su cosa dicha obre
desproporcionada
hiperbólicamente
y aunque en este punto radique la sospecha
nuestra escucha se abre
a su inteligible modalidad
lúcida y lucida
y es que el habla es luz que luce
cuando no se reduce a modos de modas
modismos sin modulaciones ni módicas
modificaciones de una moralidad
o lo que se quiera bien podría ser
costumbre o intromisión
de un registro de índice modal
que muestre al público su hilacha
enrojecida por cierto no
nos conmueve más que un sermón
desprovisto de efecto causa esta
que explica su pasión por esos papeles
que tiende displicente sobre la mesa
poco antes de resolverse a leer
lo que pronto vendrá si esa luz
pálida permite el devenir
lo que es decir distinguir la caligrafía
del manuscrito nunca luego redactado
y saboteado bajo unos cabalgantes quevedos
que a corta distancia no ven lo que a la larga
dos centímetros pero que cuando enfocan
brilla el búho al despertar en plenilunio
y a cierta hora cuando todo está dispuesto
se aparta del micrófono que es óbice
entre su rostro encajado en el hueco
del hermetismo labial y nuestras pasiones
menos oculares que auditivas
pero gozosas de escuchar
esa primera palabra a la cual
sigue una segunda díscola
y otra tercera que dice en y
para y derrapa.

Considerando que no es nada alentador ver
cómo el conjunto de mujeres abandona la sala
bajo la impresión de un auditorio harto
de humo y torpor
y una gritería mental que no altera
la disertación del conferencista
severo investigador en ciencias
de una alambicada pluralidad que abarca
incluso las duras y lo sabe
tanto o más por su blandura senil
que un joven ortodoxo instigador
de corta docilidad
prematuramente mancillada
en su oralidad
en virtud de una insaciable busca
del neutrino arcano frente al cual
el conferencista se ha mantenido neutral
firme
en la oquedad en la medida
en que sus quevedos no ensayen
un desorbitante giro del punto
de vista
fijado en la concurrencia como
mota en la solapa
de un apolillado gabán digno
de un vivir en la dificultad
de existir en un saber sin finalidad
desventajoso
en relación con el tiempo que
en suerte le ha tocado soportar
pero honroso según puede percibirse
por el puro revés que trama su lengua
alterada por una virtud intolerable
en lo que atañe a la demanda de un rol
aún más protagónico apañado
por la propaganda.

Mas debemos callar y escuchar
esas razones que sostiene
incluso a disgusto de un público
desprevenido
cuyo soporte es susceptible de ser cuestionado
con todo nada nos asegura que
su disertación en su empeño de
conducirla a buen término a pesar de
ello claro esta progrese
a su antojo más aun considerando
que sin mujeres aquí como allá
un aburrimiento mortal puede
llegar a poseernos
haciendo del instante una
aplastante eternidad
previendo esto desde la fila siete
opto por sacudirme esa mota
de spleen intelectual
y olvidar
la diferencia posicional de mi solapa
impuesta por la convención de ser ahí
litigando entre la mesa allí y la butaca acá
acatando la soberanía rumorosa
de la voz de mi conciencia
lúcida que no receptiva
pero en todo aviesa
cuando una curva expositiva la excita
y dejándose llevar al trópico de una
ferviente insatisfacción
me moja esta oreja ufana y
en su afán burlón
se hace la distraída.

Cuerpos insatisfechos que acaban de partir
descorazonados desalmados
en busca de lugar propio propicio
para sofocar hambrientas pasiones
no siempre de la consabida naturaleza
a veces también tilingas que adolecen
de una fornicación con
el objeto de apartarme de esta
atmósfera intelectiva
de un saber que hiede un poco
pero en nada su hedor se asemeja
al de una cabra montaraz……….
…………………………
………………………….

ENTREVISTA CON EL AUTOR

1- Gilgamesh: Luis, leyendo tu obra, vuelvo a May Sarton cuando en «Sobre la escritura» nos dice que «la poesía existe para irrumpir por debajo del nivel de la razón, ahí donde los ángeles y los monstruos guardados en el sótano pueden salir a bailar, gruñir y cantar, para devolver la vida a esas habitaciones cerradas, donde, con demasiada frecuencia, solo estamos "viviendo y en parte viviendo" y que «el arte de la poesía es la aventura de toda una vida que va a demandar la capacidad de quebrar una y otra vez todo lo que ha sido creado, y de quebrar las barreras internas del poeta para seguir expandiéndose en armonía con la forma completa de su vida». ¿Te resuenan estas disquisiciones de Sarton? ¿Cómo fue el inicio de tu baile canto gruñido? ¿Qué fue lo primero que se rompió en el instante en que te propusiste escribir? ¿Qué se sigue moviendo/rompiendo cada vez que te enfrentás a la página en blanco de un nuevo poema, de un nuevo poemario?

1- L.B.:

Esta concepción de May Sarton acerca de la función de la poesía, desde sus más remotos orígenes hasta el presente, pareciera exhumar –recortada por supuesto del contexto en el que fue concebida–, cierto principio de alguna preceptiva de corte surrealista. Los procedimientos y propósitos que constituyen gran parte de mi poesía, no comulgarían con tales postulados u otros que no atendiesen a una preocupación formal, y ética –se me ocurre pensar–, en cuanto a una “ética de la forma” como garante último del sentido. En estos puntos de vista hay, si mal no interpreto, una idea de búsqueda o sondeo, vinculada al “conocimiento”, algo así como una “vía de iniciación” que no creo sea rectora en los procesos de mi escritura, sobre los cuales, hoy, evito interrogarme. Toda indagación o reflexión al respecto, sería como someter cierto “maravilloso” sustrato propio del lenguaje apartado de su función estrictamente comunicacional, a una comprensión razonada “razonablemente” –de orden instrumental–, con el propósito de domesticar lo indecidible que da sentido e inmanencia al poema, es decir, por paradojal que parezca, “misterio” y “magia”. Sí, en cambio, me atrevería a afirmar, a riesgo de tener que contradecirme más adelante, que mi búsqueda no socava los suelos de la razón ni se propone descender un peldaño siquiera de su nivel. La forma, sigo creyendo, es constitutiva del texto poético y/o literario. No hay texto sin forma sino en su estado “larval”, de ensoñación o disolución. Por lo tanto, un poema vendría a ser una suerte de construcción mensurablemente razonada y razonablemente mensurable, del orden estricto de lo formal trascendido por el sentido que aporta al mismo toda operación de lectura.
Ciertamente, en la medida en que pretendamos definir la escritura poética, no hacemos sino cercenar sus múltiples posibilidades, que son las propias del poeta que se interroga sobre el sentido de lo que hace cuando en verdad lo que hace posee un sentido que debiéramos poder oír, ya que cuanto escribimos, el lenguaje o las figuras retóricas por las que optamos, estarían interrogándonos a nosotros, concediéndonos la oportunidad de reflexionar acerca de cuanto hacemos con las palabras, al momento de dar nombre y sentido a eso que los antiguos griegos concebían dentro del ámbito de la “creación” (poiesis). “¡Quién pudiera agarrarte por la cola/ magiafantasmanieblapoesía!/ ¡Acostarse contigo una vez sola/ y después enterrar esta manía!/ ¡Quién pudiera agarrarte por la cola!” Con estos versos, Juan Gelman nos introducía a su primer libro, Violín y otras cuestiones, de 1956. Por definición, la poesía es inasible, inasequible. Siempre, algo de ella se nos escapa. Y eso que se nos escapa es aquello que nos permite ir un poco más allá…
La página en blanco es el espacio no razonado. En todo caso podría representársenos como un suelo productivo, una tierra propicia, húmeda y fecunda, donde ciertas palabras, y no otras, “prenden”, consiguiendo al fin echar raíz. Y, como las buenas semillas, prosperar y terminar, más temprano que tarde, por dar sus frutos. Allí, en esa necesaria hondura, y desde esa hondura, las palabras cobran un sentido que no es “fruto”, desde ya, de un sinsentido deliberado, caprichoso o azaroso (plantar guayabas, digamos, en una tierra apenas apta para pastizales o en las islas del Atlántico Sur).
Me gusta, no obstante, la definición de Sarton. Por un lado, “el arte de la poesía como la aventura de toda una vida va a demandar la capacidad de quebrar una y otra vez todo cuanto ha sido creado y de quebrar las barreras internas del poeta para seguir expandiéndose en armonía con la forma completa, pletórica, de su propia vida”. Hay “tiempos” en que no nos basta definir la poesía desde un punto de vista estrictamente “inmanentista”, desde sus formas y formulaciones, sean de género o de determinadas “poéticas”, en fin, concebirla dentro de un sistema propio de la literatura, de preeminencia lingüística, cuya relación con la esfera social no vendría a determinar obligatoriamente su “lugar” y su “función”.
El inicio de mi “baile”, “canto gruñido”, debió de ser –respondiendo a esta instancia de tu especiosa pregunta– quieto y tan silencioso (o rumoroso) como un plácido sueño de palabras claras y “corrientes” conforme el agua, digamos, de una cascada. Es una idealización algo ingenua, naíf, bucólica de un tiempo distante, idílico, imberbe, perdido. Pero, en fin, eso es lo que importa. Lo que “fue” nunca “es” lo que pudo “haber sido”, “debió ser” o, algún día, “será”. Y solo nos queda de lo que “fue” aquello que, en definitiva, creemos “debió de ser”.
Mi primera vocación –que no mi primera comunión– asomó, entre los once y doce años, a través del dibujo y la pintura (la forma y el color). La materia densa y acariciadora del óleo sobre la tela se me antojaba hipnótica, lenitiva. Podía pasarme horas subsumido en esa escena más cercana a un goce desconocido, vinculado más a un juego de sensaciones por entonces nuevas para mí que a un propósito de hacer de esa íntima aventura, que nunca llegaba a constituirse en juego y menos –en rigor– en vocación, en algo digno de ser tomado en serio. Debió de haber sido una suerte, más bien, de invocación a una extrañeza o “extrañamiento” que en su emergencia asomaba a un nuevo despertar, a un orden propio, íntimo, de una lengua que no solo aspiraba a consolidarse en el papel, sino, además, a trabar cierta secreta y algo difusa relación con un lector hipotético –sin que mediara ningún juramento hipocrático–, aunque sí, tal vez “hipócrita”, para cerrar esta vana cadena de “correspondencias” con un lector aún por “diseñar”. A partir de los 13 ó 14 años –nunca es fácil precisar– debí de empezar a escribir algunas líneas alborotadas y alborozadas –eso sí, “irresponsables”–, que hoy no me atrevería (tampoco entonces) a llamar poemas. No sabría decir si algo dentro de mí se “rompió” el día que ¿me impuse? escribir por primera vez. ¿Hay tal día?, ¿“el” día?, ¿un día en verdad digno de asumir, en estos avatares, la responsabilidad de ser considerado “el primero”? ¿O a los que debieron sucederle (solidarios entre sí) les correspondería acaso alzar ese trofeo inaugural, primigenio, en tanto desarrollo y transformación de la lengua, priorizando su función estética por sobre las demás funciones del lenguaje –por apelar a ciertas nociones de Jakobson tal vez hoy en “desuso”?
No sabía nada –a esa edad–, de nada, si bien creía saberlo todo, de todo. Pintar era algo así como emprender un viaje interior, iniciático, con los ojos vendados: un poco al tanteo y, sin itinerario previo, en busca de nada conocido o determinado, acaso vagos estados de perplejidad o intuiciones vanas: imágenes, formas, colores, matices, atmósferas hasta entonces absolutamente ignorados. Durante esas horas de arrobamiento y concentración me apartaba del doméstico, pequeño mundo que me rodeaba, situándome al amparo de, o sumido en, una especie de cono en el que alternaban luz y sombra.
Algo debía de haber ahí, en esa vaga taciturnidad, en esa gratuidad de honda sumersión, sin embargo, en la que me abandonaba por horas para dar forma y color a figuras o escenas imaginadas, como así también copiadas, tomadas o escogidas ad hoc, de algún fascículo de Historia del Arte, sin tener necesariamente en claro el porqué de mi casual o caprichosa elección del “modelo” que debía de ejercer en mí, desde ya, alguna fascinación del orden de lo “formal” y, ciertamente también, de “estados” o “atmósferas” que las mismas formas a menudo convocan. Algo también debió de romperse en mí, justo ahí, precisamente, durante esas breves pero intensas incursiones de algún grado de ensoñación... Poco más tarde tuvo lugar la palabra (supo hacérselo), es decir, asomó o brotó o estalló menos bajo la forma del poema que de una prosa presumidamente reflexiva –morosa–, risiblemente filosófica y enojosamente irónica. Como si esa prosa hubiera despertado en un “cerrar y abrir” de ojos –valga la inversión– de un letargo originario de manera natural, pero también brutal, gutural, repentina, insuflada acaso por la figura y “transmisión” –más tarde pude “verlo”– de mi padre.
Por lo común no tengo un plan preestablecido toda vez que me enfrento a la hoja en blanco. Tal vacío no consigue intimidarme, por la sencilla razón, supongo, de que mi mente suele estar, en esas instancias primeras, tan en blanco como la superficie del papel o la “página” del Word. Escribo, en principio, confiando en mi oído interno, que no se aloja necesariamente en el interior de mis orejas. Quizás tampoco importe dónde. Ya que no se trata, en este “trabajo” (porque escribir ciertamente lo es) de una cuestión de localización ni tampoco de tener que andar explicando todo como si lo que hiciéramos admitiera algún tipo de explicación, justificación, razonabilidad o sentido de ser… Mis poemas (sean de media página o de veinte) comienzan a ser escritos una vez que “la hoja en blanco” ha dejado de ser tal, es decir, cuando empiezan a ser seria, gozosamente escritos en las innumerables instancias de reescritura motivadas por una insaciabilidad insobornable, pero también –por momentos– insoportable. Jamás di por acabado un poema en su primera versión. Esto sería como arrancar de un peral una pera todavía verde y llevársela a la boca en el acto. Ni “genios” ni “inspirados”. Los procesos de los textos, sus tiempos, tendríamos que saber reconocerlos, respetarlos, para luego poder operar sobre ellos reduciendo al máximo nuestro “margen de error”. ¿Qué sería esto? Acaso sus vacilaciones, sus opacidades, sus torpezas, que son las nuestras, desde luego. Como asimismo sus ansiedades, sus yerros, su impericia que renuncia o no, responden a un poeta que desiste o reniega de asumir una productiva, pero problemática labor con la lengua, con la escritura, en la ingenua suposición –sea por necedad, sea por ignorancia– de que la poesía es fruto de una inspiración “sacrosanta” o de cierto estado de gracia ajeno a toda razonabilidad. Hoy, si bien en pleno auge y desarrollo de los talleres de escritura incluso en ámbitos académicos, el modelo del poeta como un “iluminado” sigue encontrando alguna justificación en una sociedad curiosamente apática a todo discurso vaciado de alguna consideración pragmática y/o programática. En tal sentido, el poeta, en los tiempos que corren, vendría a encarnar cierto presunto reservorio de una espiritualidad virtualmente “en baja”, vendría a representar, a su modo, alguna “verdad redentora” apartada de toda verdad, de toda redención, iglesia y feligresía. Pero lo más probable es que dicha “encarnación” solo persista como una “ilusión” o “aspiración”. O, en el peor de los casos, una anémica y patética (si no poética) caricaturización harto extemporánea.
2 Gilgamesh: En tu poesía escucho/veo un trabajo preciso, a (in)consciencia con «LAMAR LENGUA LAMAR POÉTICA», un verdadero y profundo «Océano» en donde «LAS PURPURINAS» se pegan, se pliegan, se desbordan en «LA ELÍPTICA DEL ESPÍRITU». ¿Cuáles son las decisiones que has debido/querido tomar en cada uno de tus libros para liberar la maquinaria del sentido, del sonido?

2- L.B.:

Las decisiones o, mejor, la decisión que tal vez debí tomar (si es que en verdad por entonces llegué a considerar alguna, digamos, más o menos firme, deliberada, programática, tal vez) debió de haber sido la de no tomar, justamente, ninguna otra decisión frente a la hoja en blanco que aquella que vendría a determinar, en principio, la extensión del poema a escribir. Esta elección es importante, si se quiere, porque fija una pauta o caja en acuerdo a las exigencias del material (verbal, prosódico, tropológico, lírico, narrativo, épico y sus pertinentes ritmos, intensidades, variaciones, contracciones, dilaciones, remisiones o digresiones) a tener en cuenta. Llegado a este punto, escribir pasaba a ser un ejercicio de entrega y libertad, un deleite con la materia primera que se revela en la plenitud epifánica de un surgir o despertar, en el debido espacio y tiempo justo, libre de toda restricción o contrición. El verdadero trabajo, el sentido de todo trabajo con la palabra, con el “sentido” incluso de la palabra, residía en permitirme escuchar esa voz propia habitada, a su vez, por otras voces, pero confiando, ante todo, en que podía llegar a ser capaz de contar con el necesario discernimiento como para reconocer la procedencia de esas otras voces que me habitaban y aspiraban a constituirse, aun sin que lo advirtiera, como propias. Esta suerte de “apropiación” (de recorte y compenetración con la cosa “apropiada”) es, en definitiva, una –si no la única– operación de escritura posible. Pienso en Palomar, la última magistral novela de Ítalo Calvino. Cito el comienzo: Palomar en la playa / “Lectura de una ola” … “El mar está apenas encrespado, olas pequeñas baten la orilla arenosa. El señor Palomar de pie en la orilla mira una ola. No está absorto en la contemplación de las olas. No está absorto porque sabe lo que hace: quiere mirar una ola y la mira. No está contemplando, porque la contemplación necesita un temperamento adecuado, un estado de ánimo adecuado y un concurso adecuado de circunstancias exteriores; y aunque el señor Palomar no tiene nada en principio contra la contemplación, ninguna de las tres condiciones se le da. En fin, no son “las olas” lo que pretende mirar, sino una ola singular, nada más; como quiere evitar las sensaciones vagas, se asigna para cada uno de sus actos un objeto limitado y preciso…”
Algo de este movimiento, de esta observación, de esta elección, de esta delectación de la concentración en la singularidad en medio de la multiplicidad, en fin, es condición de posibilidad de toda escritura que, irrevocablemente, es una lectura, sea del mundo, sea del mar o solo acaso de una ola o de un grano de arena en el océano o la playa infinitos.
El mar fue, en mi caso, un tópico recurrente y, me atrevería a decir, propicio o, mejor, propiciatorio para un trabajo con la lengua en su pretensión de emular sus ciclos, sus corrientes: mareas y contra mareas, su pleamar, su bajamar, sus remolinos, su oleaje, sus embestidas, su espuma y su rumor, su mecimiento y su reposo, su narcótica monotonía, su calma chicha, su súbita quietud y libertad eterna, fuente de arcanas pesadillas. Era el mar en mis oídos, en mis ojos, en mi lengua, en el perfume a salitre, en mi memoria difusa o repentinamente clara. Seis años de mi mejor infancia transcurrieron en Mar del Plata. Ese tiempo pervive en mi memoria, y en la memoria impresa de no poca de la poesía que escribí y publiqué. Quizás debiera señalar algunas lecturas significativas que, quiero pensar, se dejan oír en algunos visajes de mis primeros libros. Una de esas voces definitivas fue la de un poeta –probablemente el primero que leí y releí con verdadero fervor durante un largo período de mi adolescencia– que me hizo sentir que la poesía bien podía ser o concebirse como un sagrado ejercicio de libertad o un compromiso insobornable con ella, o que era, sin más, la libertad misma o la mejor manera de acercarse a ella. Este poeta se llamaba Pedro Godoy. Mi padre lo llegó a frecuentar durante una temporada que veraneamos en Playa Serena (1969/1970), en un chalecito que mis padres alquilaron a poco más de cien metros del mar. Godoy, que estaba radicado en Mar del Plata, vivía en una carpa en “Barranca de los lobos” de las propinas que le daban los turistas por cuidar sus autos. Fue en alguno de esos encuentros que Godoy le obsequió a mi padre un ejemplar de su libro, autografiado, Milonga de los caminos (1969), ejemplar que, por supuesto, conservo o, más bien, atesoro en algún “cofre” o lugar, por recóndito, inhallable al momento de querer dar con él. El libro de Godoy, al que solo por su delgadez podría aplicársele el apelativo de “librito”, cuenta con una breve pero halagüeña introducción de Ernesto Sábato y es uno de esos libros indómitos, si bien generosos en su alegría –vital y melancólica a un tiempo–, en su inocencia luminosa y franciscana humildad, en su diálogo entre una inefable y celebrada naturaleza divina y una vasta cultura humana. Es uno de esos libros que rehúyen sin embargo toda catalogación, sea por recato o humildad, sea por su canto de serena perplejidad y adoración al Universo infinito. Hay en Godoy el despertar y el asombro silenciosos de un niño que, por primera vez, se ve como posesionado por esa revelación. Es esa inocencia y exultante felicidad de espíritu dignas de una concepción panteísta del mundo, del universo en todas sus manifestaciones. Hay, en fin, en Pedro Godoy –contra las altisonantes declamaciones de no poca de la poesía más o menos consagrada de su época– una serena sinfonía en la que se pueden oír los secretos de la espuma y el rumor del mar y la noche inmensa y fugaz, a la vez, de un paisaje cósmico, trascendental, humano, esencialmente humano. En fin… Estos “libritos” no dicen sino solo lo que están destinados a decir, y su economía ostenta la misma perfección –simplicidad y magnificencia– que el Universo. Empero, parecieran evitar esas tumultuosas convivencias o connivencias librescas junto a autores harto “autorizados”, ocultándose, nunca se sabe dónde, cómo ni por qué, como tampoco se llega a saber –cuando “aparecen” o reaparecen como por arte de magia– cómo lo hacen y bajo qué circunstancias.
La particular “vida” de ciertos libros o “libritos” jamás habrá de sernos revelada, porque solo ellos podrían llegar a decir algo respecto de sí, si no fuera que su destino es, por el contrario, decir algo acerca de nosotros. Somos nosotros, sin embargo, quienes hablamos de ellos, quienes nos creemos “autorizados” a hacerlo.
“Aerosúplica marina”, el primer poema de los dos –ambos extensos– que contiene Milonga de los caminos, debí de haberlo leído por primera vez a los 14 ó 15 años. Fue quizás una de las influencias más claras que recibió mi poesía, si no en sus inicios, hacia finales de los años 70. “Aerosúplica…” es un poema con claros influjos que oscilan entre el Surrealismo y el Creacionismo y un épico y ferviente trabajo con la lengua cuyo recurso a la aliteración anticipaba, ya por entonces, las efusiones paronomásticas neobarrocas y neobarrosas que terminarían de configurarse en los años 80.
“…Partimos hacia el mar. En un frenético fáustico fantasma/ La fértil fiesta fondo florece figones del frenesí/ fustigando la fatalidad del farandulismo fecundo/ Fogonazos furiosos fotografiando formas…/ ¡Qué felicidad en la fisura! ¡Qué fenómenos al filtro de esos firmes perfumes de la sal!/ ¡Fantamagia fascinante!/ Acá como en la vida no hay vieja ni nueva ola,/ una viene detrás de la otra…/ ¡poder de la Nada!...” (frag. de “Aerosúplica marina”). Qué perfecta, sugestiva definición puede leerse –en estos últimos tres versos– de la dialéctica entre “tradición” y “vanguardia”.
Sin duda esta preocupación por la materia verbal estuvo desde un principio en mi poesía, que encontró, hacia la primera mitad de los 80, otras expresiones ya vinculadas al “concretismo brasilero”, el “letrismo” y demás tanteos experimentales a los que adscribía, en mayor o menor grado, una vanguardia local congregada en la revista XUL: Jorge Perednik, Roberto Ferro, Nahuel Santana, Jorge Lépore, etc., etc. Y otros que, por entonces, se consolidaron como voces o inflexiones determinantes para quienes no nos sentíamos referenciados en cierto coloquialismo sencillista, realista, voluntarista afianzado en los años 70. Esas otras voces o “escrituras” eran, por citar unas pocas de entre las más representativas, las de Leónidas y Osvaldo Lamborghini y sus más acreditados discípulos Arturo Carrera, Tamara Kamenszain y Néstor Perlongher… Pero podríamos pensar también en poetas de otras vertientes cuyas influencias resultaron decisivas para más de una generación, como fueron los casos de Juan L. Ortiz, Héctor Viel Temperley, Susana Thénon, Hugo Padeletti, Ricardo Zelarayán… Ciertamente todo esto estuvo precedido por lecturas entusiastas –entre fanáticas y excluyentes–, de autores provenientes de las llamadas “vanguardias históricas”. Leía a los surrealistas franceses, preferentemente a Éluard, Artaud, Breton, de quien me interesaban más sus ensayos que sus poemas. También por entonces me “asomé” –con menos cautela que osadía– a los textos de Henri Michaux a través de una antología de su poesía, seleccionada y traducida por Lysandro Galtier, para el sello “Fabril Editora”. Michaux fue una de mis primeras grandes “sacudidas”, venía a traer algo nuevo, pero entonces no sabía bien qué. Hoy creo, sin embargo, que dilucidarlo o descubrirlo no era asunto de mi preocupación. César Vallejo llegó, afortunadamente, después de todo así suele suceder, cuando ya había leído prácticamente todo Neruda (cuesta imaginar las consecuencias o improcedencia de cursar el camino inverso). La poesía de Vallejo fue, sigue y seguirá siendo una lectura esencial, productiva, reveladora y joven, siempre joven –aunque primigenia y eterna–, sugestiva y extraña… Áspera, límpida y de una respiración por momentos enrarecida, como asmática. Vallejo se me fue imponiendo como solo saben hacerlo esas voces irreductibles, irrepetibles, pregnantes. Voces que terminan por demarcar el sendero a seguir, más allá de todo atajo o deriva que, en medio del camino, se nos antojase cursar. Poemas humanos y Trilce son libros inmortales, inagotables, palpitan en la mejor poesía escrita en nuestra lengua.
Saint-John Perse, Pierre Jean Jouve, Eugenio Montale, Giuseppe Ungaretti, Salvatore Quasimodo, Umberto Saba, Edoardo Sanguinetti y Pier Paolo Pasolini fueron otros poetas que también leía con verdadero interés. No así Cesare Pavese, a quien prefería en su condición de narrador. Y a Mallarmé (dificultosa pero serenamente), mucho más que a Baudelaire... Y por supuesto a Rimbaud y Verlaine, en mis comienzos. Y a Gregory Corso y Lawrence Ferlinghetti y Allen Ginsberg, algo más tarde.
Con respecto a mis libros aludidos en tu pregunta –si bien formal, estilísticamente diferentes entre sí– no dejan de ser expresiones que, más allá del eventual uso del verso o la prosa, responden a una búsqueda en la que el sentido es consecuencia de un empecinado trabajo con la lengua, con la materia verbal, y no la piedra de toque del poema. Toda escritura es un descubrimiento, no diría una revelación, sino una extrañeza, la extrañeza que depara todo des-cubrimiento. Nunca sé, ante la hoja en blanco –y espero no contar jamás con tal supuesto saber– acerca de qué y cómo voy a escribir. Son tantas las reescrituras que a lo largo del tiempo podría a llegar a desplegar de un mismo texto que, en ocasiones, no me resulta nada fácil reconocer el entronque entre la primera versión y la última. ¿Cuántas seríamos capaces de llegar a ensayar a partir de la original? Acaso, si aspiráramos a abrazar alguna perfección o abrigáramos, al menos, la vana ilusión de conseguirlo, alcanzaríamos sin dudas el colmo de lo inagotable. Claro que se trataría ya de una empresa absurda, el “triunfo” del “fracaso” como posibilidad de su plena realización. ¿Qué ocurriría –o qué obtendríamos–, en cambio, si operáramos en sentido inverso? Es decir, si a partir de una primera versión avanzáramos (¿o retrocediéramos?) por sustracción reduciendo ese texto originario a su mínima expresión… una interjección, o acaso la ecolalia de un balbuceo inaudito... Entre el colmo y la más perfecta disolución nos debatimos a veces, sin saberlo, ignorando que son las variaciones, las intensidades, las gradaciones, las que calibran a menudo los diversos efectos de sentido que irradia un poema.

3 Gilgamesh: ¿Qué lugar le has asignado a la tradición y la experimentación para lograr «decir el quid de lo inaudito»?
3- L.B.:

Lo esencial de lo no oído o “nunca” oído es, por cierto, “el quid de lo inaudito”. Esta construcción pertenece al primer verso de la segunda estrofa de mi poema “La conferencia”, que da título a mi último libro de poesía publicado en 2022: “Y así decir el quid de lo inaudito/ bajo el asombro de quien oyera la expresión/ de una idea que aún no ha tenido lugar…” Evidentemente aquí, como señalás, estaría poniéndose en relieve esa tensión propia que se da entre “tradición” y “experimentación”. Eso no oído aún, que todavía no ha tenido lugar, es aquello que no encaja en la tradición, lo que vendría justamente a problematizarla allí donde esta última se asume en una genealogía donde los parentescos y correspondencias hallan lugar en acuerdo a una dicción, un contexto, una modalidad más o menos común, a partir de –y contra– la cual, la experimentación opera (es su modo de constituirse) desde una puesta en crisis del precedente sistema cultural e históricamente establecido. Sin lugar a dudas la experimentación, es decir, “lo nuevo” (que no lo novedoso), terminará por configurar su propia dicción, su propia tradición, la tradición de la ruptura, de las vanguardias. Toda tradición connota cierto importante grado de legitimación.
En lo que hace a mi trabajo con la escritura, no puedo dejar de concebir la poesía como una zona de incertidumbre, de exploración, sumersión, búsqueda en regiones dominadas la más de las veces por la oscuridad, que por la luz. Una pesquisa acaso a ciegas, a tientas, pero no valiéndonos del sentido del tacto, sino de la suma de todos los sentidos que, por supuesto, siempre son más de cinco toda vez que afrontamos a conciencia, en la consecución del mejor poema posible, un descenso a las insondables cuencas del inconsciente, el espíritu o la más pura y especulativa razón que nos pide, en definitiva, todo texto que se precie.

4 Gilgamesh: Desde «Trogloditas» hasta «La conferencia», ¿qué búsquedas se sostuvieron? ¿Hay un plan de obra total o cada libro es un mundo autónomo, "cerrado"?

4- L.B.:

Desde la publicación de mi primer libro, Trogloditas (La papirola, 1987), a la de La conferencia (Paradiso, 2022), pasaron 35 vertiginosos años, lo cual no es poco como para que tenga la ligera pero pasmosa impresión de que “esto” (o todo) sucedió “ayer nomás”. Tampoco lo es para tentar de la manera más afinada posible, pero sin tensar demasiado las cuerdas, ciertas correspondencias (formales, tonales, verbales, temáticas) de búsquedas y propósitos entre un libro y otro. Señalaría, en primer término, una evidencia que, como tal, salta a la vista: la preeminencia del poema largo, narrativo: “Trogloditas”, el poema final que da título al libro, y los cuatro que componen La conferencia (“Piedras páramos”, “In absentia”, “La modalidad de lo visible” y “La conferencia”). Igual elección se mantiene en Yo escribía un poemita, El relumbrón de la claraboya, Madagascar, Las purpurinas (el poema en prosa, “La yilé”), como así también los cuatro que integran El océano (“En el nombre del agua”, “Mi nombre”, “Biografía de un poema” y “El océano”).
Todos y cada uno de los libros “escritos”, que superan en cantidad, como es de esperar, a los “publicados”, han sido concebidos en su más estricta autonomía e independencia respecto de otros ya sea oportunamente editados o que aún se encuentran en proceso de, o durmiendo sobre el colchón de una dilatada lista de espera, el sueño de los justos. Por supuesto que, por paradojal que resulte, la concepción de un libro no necesariamente es preexistente a sus primeras manifestaciones (un “proto-libro”, se me ocurre pensar, o un determinado corpus de textos aún indefinidos, en flagrante estado de borrador, por así decir.)
La contigüidad que se establece entre libros escritos dentro de un mismo período de tiempo puede dar lugar a fortuitas semejanzas, remisiones o repeticiones mecánicas e involuntarias, entre un corpus y otro, propias de un proceso discursivo suscitado, desarrollado y no agotado aún. Afinidades formales, verbales, retóricas, de tópicos o motivos, en fin, “afinidades electivas”, podríamos pensar. Aunque nada de todo esto vendría a significar, necesariamente, la presencia de un proyecto conceptual conformado por más de un libro. Creo que a veces, los de un mismo autor, “gustan” establecer entre sí vínculos que el propio autor ignora, como si las semejanzas, analogías o parentescos entre un material y otro fueran pactados o, mejor, “tramados” –sottovoce– entre los propios libros, algo así como una soterrada complicidad libresca dada a espaldas de su autor, quien no siempre se desayuna a tiempo de esa suerte de secretas componendas que se dan en los entresijos de lo que damos en llamar “estilo”. ¿Qué se entiende por “estilo”? ¿Tiene hoy alguna vigencia, dicha categoría?

5 Gilgamesh: Me llamó la atención en Yo escribía un poemita, tu invocación al lector. Transcribo: «AL LECTOR/ Sólo deseo que esta lectura sea/ tu compañera en el camino/ hacia la perfección de tu cultura / EL AUTOR». ¿Cómo la figura del lector se presenta en el momento de la escritura? ¿Hay un juego de espejos lector/autor? ¿Qué deseás como lector y como autor?

5- L.B.:

Yo escribía un poemita es mi segundo libro, publicado en 1988, cuya edición de autor, “La escuela baldía”, venía a reforzar el carácter “burlón” del texto: un poema de unas sesenta páginas, cuya mención editorial es una paráfrasis del texto de T. S. Eliot, la cual era tan notoria como pertinente –si bien no respondía a un homenaje a un autor harto leído y admirado, ruta obligada en los itinerarios de la poesía contemporánea de occidente de los últimos cien años– puesto que “Yo escribía…” trata de un poema paródico, se podría decir, de “iniciación”. Iniciación textual, sexual, vital, poética e intelectual en el marco de una escolarización que –allá, por los años 60– debimos menos padecer que gozar, ¿o viceversa?
Con respecto al texto que citás, se trataría de una dedicatoria de AUTOR a LECTOR muy apropiada, es decir, este último, el niño o la niña que entonces fuimos. Tales “inscripciones” eran características de aquellos “libros de lectura”, de las formulaciones éticas y pedagógicas que, por entonces, supimos consumir más que venerar. Tal vez la dedicatoria de la que me “apropio”, es decir, la que transcribís en tu pregunta, pertenezca a un libro de quinto o sexto grado. Libro de cuyo nombre ya no sé si no puedo o no quiero acordarme. Es indudable que existe un juego especular en el texto; de algún modo el lector entra en el poema e interroga al sujeto lírico (o, tal vez, épico) que es el niño, autor y lector a un tiempo de una normalidad, normatividad, escolaridad, subjetividad y/o sujeción que solo podrá sortearse simbólicamente: “y que el lenguaje niñín/ defina tu existencia/ y asesine dulcemente a tu padre/ así/ así/ HUNDIÉNDOLO EN SU CUENCO”. Yo escribía un poemita (texto burlón y, como la niñez, un tanto inocente, un tanto perverso) habla, además –claro, que a su modo–, de la escritura, la infancia, la infancia de la infancia, sus fantasías, sus rebeldías. Mónica Sifrim escribió, en una reseña publicada en el Suplemento “Cultura y Nación” de Clarín, 25 de mayo de 1989: “(…) “El diálogo íntimo y retrospectivo con el alter ego en miniatura se va intensificando en un crescendo paralelo a la eliminación del padre para abrazarse con la gran ausente: madre, cuerpo para jugar, pulsión y goce del lenguaje sin coacciones. Destruida la ley progenitora, los acuerdos sociales son objetos de burla y desafío que los textos asumen y arrojan al lector como proyecto…”
Creo que, como bien señalás, existe un juego especular entre autor y lector. Lo leemos, por supuesto, en la dedicatoria ya citada, que viene a poner al desnudo la intención paródica del poema (o “poemita”), cuyos modelos serían las “poesías ejemplares”, por así llamarlas, que de niños debíamos leer con clara dicción y entonación tan emotiva como expresiva en los “libros de lectura”, los que ejercían en mí y, sin dudas, también, en buena parte de mis compañeritas y compañeritos, cierto especial “encanto”. Por supuesto que “Yo escribía un poemita” no es –en virtud de sus “enseñanzas”, cuyas virtudes no son necesariamente virtuosas––, un poema ejemplar, ni mucho menos. Atentar contra la ley del padre, la tradición, la norma es, además, asunto o pertinencia de la literatura, de orden conspirativo y emancipatorio en estrictos términos de escritura, y también, por supuesto, en lo que atañe al canon. Por esto mismo, Yo escribía un poemita es ese texto que nunca habríamos podido llegar a escribir en “la tierna infancia”, como así tampoco en la pubertad (tiempo este de execraciones, secreciones, excrecencias y excreciones).
Como lector deseo entrar a ese tan real como ficticio “universo cerrado” de palabras que vendría a representar un libro cuyos accesos son, sin embargo, las infinitas puertas que potencialmente se ofrecen –a nuestra mejor disposición– para ser abiertas, franqueadas, de modo de poder emprender así un viaje personal, particular, a ese espacio significante donde todo está ahí, a nuestro alcance, al alcance de nuestra mayor significación: lo evidente, lo aparente, lo oculto, lo proteico, lo fugaz, lo abstracto y lo concreto, lo relativo y lo absoluto, la vigilia y el sueño, lo extraño y lo familiar.
Desde mi lugar de autor, mis deseos no podrían diferir de aquellos que le pido a un autor, a un determinado libro de un autor determinado. Como escritor, y, especialmente, poeta o escritor de poesía, la figura del “lector” no suele entrometerse entre mi escritura y yo, al momento en que ambos (escritura y escritor) parecieran fundirse en sus diferencias, sin llegar por ello a confundirse en sus semejanzas. Sin embargo, a veces la figura del lector se me impone con algún grado de arbitrariedad, al punto que consigo conceptualizarla, por momentos, como algo inerme, lábil, fluctuante, fantasmático o difuso, por otros, una forma travestida o fragmentaria, rota, como desarticulada. Si cada texto crea su lector o lo encuentra, digamos, por esas casualidades, si no de la vida, de la literatura, podríamos pensar que cada lector, a su vez, crea, en el acto de lectura, de producir sentido, su propio texto.

6 Gilgamesh: ¿En qué genealogía poética ubicás tu producción poética? ¿Qué de la poesía de los 80 sigue pivoteando en tus últimos libros?

6- L.B.:

No considero que sea yo el más indicado para situar mi poesía en una determinada genealogía. Aunque ya he tentado, de algún modo, ciertas filiaciones e intereses vinculados a una tradición que tendría a Girondo como faro obligado (Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, de 1922) en unas aguas que entonces empiezan a inquietarse, encresparse, revoltosas y traviesas a un tiempo, y que, con César Vallejo, mejor dicho con su segundo libro, Trilce, publicado también en 1922, alcanzarían a desencadenar en las mareas y contramareas de la poesía hispanoamericana verdaderas marejadas tan contrastantes –incluso en su parquedad– con la voluptuosidad de quien fuera, a partir de 1954, autor de un libro tan revulsivo y profuso como lo fue En la masmédula. Creacionismo, Ultraísmo, Nadaísmo, Estridentismo, por un lado, y, ya en lengua portuguesa y promediando el siglo XX, el Concretismo brasilero, representado por el Grupo Noigandres (Haroldo de Campos, Decio Pignatari, Augusto de Campos). La mejor poesía de los 80, la que se dio en llamar “neobarroca” y “neobarrosa” (neobarroco versión rioplatense) no fue ajena, si se quiere, a esta saga que nace en nuestro continente (al sur del río Colorado), en lenguas española y portuguesa, contemporáneamente a las llamadas “vanguardias históricas” europeas.
Volviendo al autor de Espantapájaros (1932), Beatriz Sarlo había señalado cierta filiación de El relumbrón de la claraboya, mi tercer libro de poemas, respecto a la poética de Oliverio Girondo, cuando en “Diario de poesía”, N°15 (otoño, 1990) escribe –para la encuesta que esta publicación convocaba para dar a conocer los libros de poesía más destacados del año–: “De Bacigalupo elijo la persistencia de una dimensión poética nacional: alguien siempre escribe recordando a Girondo: descomponer palabras para encontrar, en los pedazos, los rastros o la inexistencia de un sentido”.
No sabría especificar qué elementos, evocaciones, remisiones, citas u homenajes alusivos a la llamada poesía de los 80 podrían llegar a verificarse en La conferencia. Es un material que hoy me representa, más allá de que los primeros borradores se remonten a un tiempo del cual, por así decir, no guardo memoria. Me representa, insisto, o representa y siga quizás representando, desde aquellos lejanos 80, algunas de mis secretas devociones y obsesiones públicas, vivas aún en lo ya escrito, esbozado o trabajado hasta el cansancio, si bien de profesión, o por destino, inédito hasta la consumación, el polvo o el olvido que, a la larga, nos redime de nuestros más prosaicos pecados. Durante la segunda mitad de la década del 80 publico mis primeros cinco títulos: Trogloditas (1987), Yo escribía un poemita (1988), El relumbrón de la claraboya, Las purpurinas y Madagascar, estos tres últimos editados en 1989 por el sello “Último Reino”, del poeta y editor Víctor Redondo, responsable en gran medida de que los 80 hayan conocido las voces acaso más diversas y notables de su tiempo, sobre el que se constituye, también, este presente en su rica pluralidad. Sea por producción, sea por publicaciones y, sobre todo, por haber sido en esos años que mi voz, es decir mi escritura, empezaba a tomar cuerpo, a consolidarse al punto de persuadirme, en su insistencia, de su inexorabilidad, puedo decir que mi poesía es, en gran medida, hija de esa década profusa y atenta al cromatismo verbal, a la espesura de su materia y al labrado del verso, la frase, el procedimiento o el artificio de carácter particularmente prosódico.

7 Gilgamesh: ¿Qué autores fueron/ son faros en tu trabajo intelectual? ¿Qué lecturas/ escrituras acompañan tus tiempos y modos de escritura?

7- L.B.:

Allá lejos y hace tiempo “visitaba” autores a los cuales no he vuelto, en estos últimos largos años, sino ocasionalmente, en busca de alguna nostalgia difícil hoy de re-anudar. Nombres, vocaciones, evocaciones, invocaciones, devociones, escrituras-de-lecturas-de-escrituras-de-lecturas-de… (¿no es esto acaso lo que damos en llamar “tradición”?). Nietzsche, Bataille, Cioran, Blanchot, Barthes, Benjamin, Adorno, Horkeimer, Lukács y otros tantos autores nómades fueron algunos de los que debí apropiarme durante mis merodeos (en) o coqueteos (con) la carrera de Letras. A algunos de ellos (Blanchot, Bataille) retorno esporádicamente, con entusiasta curiosidad o cierta extrañeza como renovada. Soy un lector asistemático, intermitente y asintomático y, debo confesar, episódico, fragmentario, errático, un lector que afronta (y confronta) sus lecturas bajo la tensión que suscita el sigiloso pugilato que tiene lugar en el ring side de la página “tipografiada” (valga el neologismo). Allí, cuerpo a cuerpo, “concentración” y “dispersión” –dos genuinos pesos pesados– miden sus fuerzas, sus astucias, sus resistencias, sus reticencias; allí, también, se desplomarán (cada cual a su turno), como asimismo se incorporarán tambaleantes, pero pertinaces e inflexibles en el fragor, sin tregua, de una contienda digna de titanes.

8 Gilgamesh: ¿Qué lecturas estás disfrutando en este momento? ¿Tenés en mente/ entre manos la escritura de un nuevo libro?

8- L.B:

En este momento, en rigor, “algunas” y “ninguna” (se hace tan difícil, hoy, “disfrutar”, se hace tan extraño, hoy, “leer”). Leer y disfrutar a un tiempo es como entrar en un estado de trance: un satori, un samadhi. Más allá de que siempre, incesantemente, estamos disfrutando, estamos leyendo: sea lo propio (con la necesaria ajenidad u otredad y –no queda más remedio– cierta ligera resignación), sea lo ajeno (con una involuntaria empatía), esto último –es de esperar–, con fervor, y, cuando no, con solapada apatía. Leemos en todo momento, tanto cuando leemos como cuando no leemos. Al desgaire o a conciencia. Importa, si bien pareciera que hoy nada importa. Porque los tiempos nos han reducido al extremo las condiciones, posibilidades y/o capacidades con que contaba el lector del pasado (tentado estuve de decir “decimonónico”). Inmortales y voluminosas novelas se escribieron entonces, ciertamente para pocos lectores de su tiempo, pero para el legado de la literatura universal. Carezco hoy de la necesaria disposición, y de un tiempo que me permita encarar la lectura siquiera de la décima parte de la Comedia humana, esa saga balzaciana de más de noventa títulos: novelas, en su gran mayoría. ¿Qué condiciones requeriríamos hoy para leer –apartados de las exigencias que demanda la vida en nuestras ciudades más fatigadas y vertiginosas– en este primer y precipitado cuarto de siglo? Contemplar la contingencia de disfrutar tal o cual lectura se me antoja hoy un tanto inconveniente, sino quimérico. Pero como de eso se trata precisamente la literatura, y no solo la mejor, la posibilidad termina estando al alcance de nuestras manos. Se trataría de concedernos la oportunidad de sacudir la modorra de los días, cierta insipidez que a diario nos habita, impidiéndonos, más temprano que tarde, paladear por un buen rato los más sabrosos momentos que las horas –con solo abrir un libro y recorrer con la mirada la sucesión de palabras impresas sobre el papel, o en las pantallas de las computadoras o de las prácticas, harto cómodas lectoras electrónicas– pueden depararnos. ¿Leer? ¿Leer qué? ¿Qué es aquello que hace posible “disfrutar” de una lectura? ¿La lectura en sí? ¿Cierta disposición del lector? ¿Ambas condiciones o ninguna de ellas? ¿Su incondicionalidad? ¿Los condicionamientos a partir de los cuales el autor dispone favorablemente al lector a una recepción, es decir, a una lectura cordial y, es de esperar, placentera? ¿Empeñar incondicionalmente “nuestro tiempo” y disposición a cambio de qué, en tiempos en que “el tiempo” tiene precio? Tal vez de la suerte –que no siempre se alcanza– de disfrutar la inversión de ese tiempo destinado a la lectura, en este caso, de lo que damos en llamar literatura en el amplio espectro de sus géneros, estilos y atributos.
Vengo intentando sin éxito, de un tiempo a esta parte, una lectura más o menos sistemática, más o menos pormenorizada de mi mente. Particularmente de mis pensamientos. En gran medida son ellos los que configuran el material más genuino, aunque solapado, de mi escritura. Por cierto, que este no es asunto que importe a nadie, sino a mí, exclusivamente, y solo cuando no encuentro a mi alcance fábula de mayor valía. Disfrutar, hoy, cuando las frutas han dejado de ser (en lo que atañe a su sabor) lo que entonces fueran… Especie de reminiscencia proustiana, evocación de un tiempo pasado, convocado por un estímulo sensorial irrepetible, apetecible. Memoria involuntaria de un tiempo perdido y constatación de un presente fraguado o frustrado, un presente en constante fuga. Disfrutar esa frustración dis-frustrada que tiene lugar en un presente inaudito, insufrible fruto acre que no sabe sino a trapo húmedo, rancio o a ese irrespirable tufo a encierro de depósitos o galpones que entumecen tanto las pituitarias olfativas como mortifican las papilas gustativas, incluso las menos sensibles.
Para ceñirme a tu pregunta, Alejandra, me permitiría reformularla omitiendo el término “disfrutar”, el cual pareciera guardar cierta equivalencia o concordancia con la palabra “placer”, la que convoca aquel dualismo o dicotomía: “texto de goce” / “texto de placer”, que conocimos en ese precioso “librito” El placer del texto, de Roland Barthes, cuyo verdadero placer –¿o goce?– fue, en mi caso –en esta suerte de remisiones o “envíos”–, haber asistido a los teóricos de “Teoría y análisis literario”, donde Enrique Pezzoni distinguía con esa enfática y disuasiva fruición que lo caracterizaba –y en perfecto tándem con Jorge Panesi, su adjunto, por entonces– ambas categorías barthesianas. Esto debió de acontecer antes de que Filosofía y Letras emigrara de Marcelo T. de Alvear a la calle Puán, hacia mediados de los años 80, calculo.
Pero siendo que la lectura de mi mente nunca me ha conducido sino a un cul de sac donde la perspectiva de escritura se desvanecía o retrocedía indefectiblemente en busca de una salida posible, desistí del intento y amenicé mis días por el término de dos semanas con la relectura de 35 sonetos ingleses de Fernando Pessoa que, tres años atrás, me obsequiara el poeta, narrador, traductor, periodista cultural, editor y amigo Christian Kupchick quien, tristemente, ya no está entre nosotros sino en el corazón de nuestra memoria o en la memoria de nuestro corazón… y en sus libros y traducciones, desde ya, y en sus revistas y emprendimientos editoriales. Christian fue un infatigable y entusiasta lector y un editor exquisito. 35 sonetos ingleses es una edición crítica, bilingüe e ilustrada, con prólogo y traducción de Esteban Torre, y editado por “Leteo”, el precioso sello que Christian comandaba al momento de su partida. En el literal y metafórico sentido de la expresión fue, además, un viajero impenitente. Y tal vez lo siga siendo… y, en eso ande… entre el cielo y el mar… o viceversa…
Por otra parte, en este enero promediando mis vacaciones en Villa Gesell, acabo de terminar de leer una novela de Mario Levrero, El discurso vacío, escrita a principios de los 90, bajo la forma de diario. Una enorme y lúcida labor del escritor de culto uruguayo, quien fuera considerado uno de los “raros” de la literatura oriental, junto con Felisberto Hernández, Armonía Somers y Marosa Di Giorgio, entre otros, según Ángel Rama, el destacado crítico, también uruguayo, de la literatura latinoamericana. Y, ya en un tono paródico, un policial negro “absurdo”, decididamente desopilante, del mismo Levrero, publicado a mediados de los 70: Nick Carter (se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo), ambas novelas “desempolvadas” de mi portátil y atiborrada lectora electrónica.
Adelantándome a la segunda parte de tu pregunta (si bien todo a su tiempo), los tiempos de los libros suelen resultar a veces extraños, caprichosos, desconcertantes incluso. Cuento con dos libros de poemas que me tomaron algunos años de un minucioso y exhaustivo trabajo, se diría “obsesivo” (después de todo, nada que no lo sea es de fiar) que ahora, como si ambos se hubieran puesto de acuerdo, parecieran querer pedirme a gritos, más bien ¡reclamarme!, algo así como un derecho a ser y existir, un derecho a nacer y a darse a conocer a ese lector o lectora para quien debió de haber sido escrito. Uno de esos libros se titula 99 nubes, y está compuesto, obviamente, por noventa y nueve poemas de los cuales uno da título al libro, cuyas primeras versiones se remontan a una década atrás. El otro libro, cuyo título nunca terminó, al momento, de definirse, fue escrito entre 2018 y 2022. Su peculiaridad (ciertamente la tiene), consiste en haber sido escrito o, mejor “manuscrito”, del primero al último poema, todos, sin excepción, con la mano izquierda, siniestra. Ha sido un verdadero tource de force intentar torcer mi absoluta, ingénita inhabilidad: la impericia de escribir –bajo la cuasi ortopédica lentitud de mi mano inútil– poemas (si bien breves) de una aparatosidad caligráfica irreproducible y, en ocasiones, indescifrable. Pero debo reconocer, también, que hay algo ahí, en esa mecánica, en esa dificultad, en ese esfuerzo por superar la ilegibilidad propia de la torpeza de un iletrado que se me impuso, en su simpleza, como la brisa que viene a soplar, acaso porque sí, disipando, poco a poco, un aire espeso, caldeado hasta la sofocación. Sin dudas, el tempo de escritura ralentizado, arrastrado y torpe, incide, o debería incidir en la producción de imágenes, es decir, en el pensamiento de manera inversa respecto a los resultados de las viejas prácticas surrealistas de escritura automática: aquello de que la escritura debe ir a la velocidad del pensamiento. Claro, si fuera así, la velocidad de mi pensamiento, o mi pensamiento en sí, dejarían mucho que desear. Ambos libros están “cerrados” (es solo una manera de decir), aunque mi “siniestro” o más siniestro experimento carece al momento de título. Por algo será…

9 Gilgamesh: Tu poética, autónoma en lo que respecta a lo creativo, se deja atravesar por los devenires sociales/culturales del tiempo (y el lugar) en que fueron pensados/escritos/editados. ¿Qué compromiso asumís a la hora de escribir y editar? En un momento de descomposición de la sociedad como el actual, ¿qué lugar tiene o debería tener la poesía y cuál creés deba ser el rol de los intelectuales?

9- L.B.:

El compromiso que asumo al momento de sentarme a escribir es uno y el mismo, y consiste en ser lo más honesto posible conmigo, es decir, con aquello que pienso y, en consecuencia, hago y/o escribo. Claro, siempre en la medida en que aspire a serlo con el lector, en tanto entienda que el lector es esa entidad que vendría a dar sentido no solo al objeto de nuestro trabajo, como poetas o narradores, en suma, escritores, es decir, el texto que damos en rotular poema, cuento, novela, ensayo, etcétera, sino a nuestra labor misma. Creo fehacientemente que en esto no hay, o no debiera haber, mayores secretos. Es algo elemental que se extiende, o debería extenderse, a toda actividad humana, no necesariamente profesional, no exclusivamente artística o literaria. Y hacerlo de la mejor manera posible habla, en principio, de una exigencia con uno mismo o el conjunto de recursos (naturales y/o adquiridos) con que, potencialmente, contamos a la hora de afrontar el reto que nos propone la página en blanco toda vez que nos aprestamos a escribir, es decir, a dar lo mejor de nosotros, por ejemplo, en la elección y uso que hacemos de nuestras “herramientas” o el caudal de aptitudes y facultades atesoradas no solo por “prepotencia de trabajo” sino, y sobre todo, por prepotencia de lecturas y mucho escribir y tirar y borronear y corregir y reescribir, siempre reescribir, sin principio y sin fin, de principio a fin… Creo, además, en la importancia de contar con un plus de malestar, incomodidad, disconformidad con respecto ya no a lo que hacemos, sino a cómo lo hacemos (recordando que “cómo” y “qué” no son, en un texto, “dos”, sino “uno”, siempre uno, inevitablemente uno, cuando confiados, por así decir, en el oficio o en las “destrezas” o “efectos” adquiridos –en ocasiones, tan deslumbrantes y vacuos a la vez, es decir, efímeros e intrascendentes como fuegos de artificio–, optamos por resoluciones más o menos asequibles, razonables, facilistas o efectistas. Renunciar a toda forma de complacencias es, cuando menos, un gesto de honestidad que acabará teniendo provechosas consecuencias en lo que hacemos y, además, hablará, por consiguiente, no solo de lo que hacemos, sino también de lo que somos. Lo cual no se trata de una consideración de orden ético o moral, aunque la “desidia”, por ejemplo, es, en rigor, asunto que compete a tales ámbitos. Un asunto de extrema, mortal opacidad moral.

10 Gilgamesh: ¿Qué puentes se tienden entre el poeta y el narrador?

10- L.B.:

Creo que aquellos que me permiten trasladarme de un territorio a otro. O, mejor, los que me autorizan a desplazarme sea a un territorio, sea a otro. En tanto poeta y narrador, escritor. En tanto escritor, poeta y narrador conviven en relativa armonía, en pacífica vecindad y, en apariencia, cada cual pareciera desatender las problemáticas del otro evitando, ante eventuales tensiones, implicarse en ellas. Y aunque ambos en apariencia se lleven bien, a veces dan la impresión de querer disputarse zonas aún en litigio. Ambos aducen sus derechos, legítima pero fatigosamente adquiridos. Después de todo, muchos de mis poemas narran tanto como mis novelas se permiten desplegar, con la debida insolencia e indolencia, pasajes o entramados más o menos líricos, más o menos poéticos, apelando a figuras y “tropos propios” de la poesía de modo de alcanzar una mayor potencia expresiva y condensación de sentido… Aunque, en verdad, poeta y narrador participan solidariamente tanto en la escritura de un poema como en la de una novela. Podría decirse –aunque parezca una grosera simplificación– que poeta y narrador son uno, por lo cual ambos, y en igual grado, son responsables tanto como lo soy yo, desde mi lugar de escritor, de sus aciertos, como así también de sus yerros que son –qué duda cabe– los míos propios.

11 Gilgamesh: Me gustaría conocer la historia, las aventuras de «La Papirola», revista que te tuvo como director y editor.

11- L.B.:

La vida de la revista fue breve, si bien no tanto como la de las mariposas, por igual de intensa. Al frente del arte, diseño gráfico y demás tareas afines, confines, colaterales y no tanto, estaba mi inclaudicable compañera en la vida, como en el arte y la literatura, Laura Dubrovsky. Todo empezó hacia mediados de 1986, siendo la salida del primer número a principios de 1987. Fueron solo tres, en total, saliendo el último en 1989. La revista, formato A4, contaba con sesenta páginas dedicadas al ensayo literario, narrativa, poesía, y una entrevista por número, como así también un editorial, carta de lectores y un concurso de cuento y ensayo. Tenía una tirada de mil ejemplares y una distribución en librerías y kioscos de la calle Corrientes y de varias estaciones de subte.
“La Papirola” fue una derivación tal vez demasiado derivada de un proyecto que, en mi breve paso por la carrera de Letras, había tenido como objeto una publicación interna, “académica”, por así decir, que diera cuenta de las monografías más destacadas que producían los propios alumnos en sus cursadas, de modo de contar con la suficiente y necesaria bibliografía –escasa o faltante entonces– a la hora de tener que procurárnosla. Pero a poco de evaluar esta posibilidad, decidí que “La Papirola” debía constituirse como un proyecto más ambicioso, publicando textos de escritores reconocidos. Además, estar en la calle, en kioscos, librerías, espacios culturales (afuera y más allá de la Facultad de Filosofía y Letras) y difundirse en diarios, suplementos literarios, revistas y radios. Anunciamos su inminente salida con una “pegatina” de afichitos en puntos neurálgicos del “centro” y la zona, precisamente, de la facultad, cuando todavía estaba en la calle Marcelo T. de Alverar. Se trató, por cierto, de una “campaña publicitaria” más modesta que la que había lanzado “El Diario de Poesía”, que, con un sugestivo afiche con la foto de un desnudo de Kiki de Montparnasse empapelaba un radio importante de la ciudad anunciando la salida del primer número de la que sería la publicación (trimestral) de poesía más destacada e influyente de su tiempo. Por mi parte, ese mismo año publico mi primer libro de poesía, Trogloditas, que, junto con la revista, me permiten tener una inserción natural en el medio de poetas y editores. La revista, a su vez, me facilitó el conocimiento y frecuentación de escritores estimados y convocados, algunos de ellos, a colaborar en “La Papirola”, sea a través de sus materiales o entrevistas: tales los casos de Germán García, Noé Jitrik y Néstor Perlongher, esta última a cargo de Luis Chitarroni quien, además, en el número anterior, había introducido con un breve ensayo, una selección de poemas de Leónidas Lamborghini, de su libro, por entonces inédito, El Estanislao del mate. Publicamos, además, un capítulo de la novela de Alberto Laiseca –también inédita–, El jardín de las máquinas parlantes. Hubo ensayos de Saúl Yurkievich, Philipe Sollers y Umberto Eco (estos dos últimos traducidos del francés). La del texto de Eco –“La abducción en Uqbar”–, sobre Borges, fue realizada por Laura Dubrovsky, cuya versión fue elogiada, nada menos, que por Ramón Alcalde. Por entonces yo estaba corrigiendo El relumbrón de la claraboya, cuyos primeros borradores había escrito en un hotel de Villa Gesell (1988-1989), mientras, por otro lado, empezaban a despuntar los primeros versos de mi libro Madagascar. No hacía mucho que había publicado Yo escribía un poemita, mi segundo libro.
En fin, “La Papirola”, como así también algunos de mis libros fueron, entre otras cosas, puentes que me permitieron vincularme con escritores cuyos textos estaban dentro de la órbita de mis intereses literarios.

12 Gilgamesh: Y sobre la exquisita editorial de poesía «El jardín de las delicias». ¿Qué ingredientes son fundamentales para ingresar a este catálogo «gourmet»?

12- L.B.:

Te agradezco las generosas y estimulantes palabras que tenés para con el sello editorial (y su catálogo) que, junto con Laura Dubrovsky, llevamos adelante desde 2014, si bien sin prisa y con las pausas que las condiciones actuales de una economía poco previsible imponen.
Para formar parte del catálogo de “El jardín de las delicias” se requieren muy pocos “ingredientes”, pero los suficientes como para intentar elaborar el mejor de los platos. Primero, contar con un conjunto de poemas que responda a un orden más o menos orgánico, más o menos armónico. Esto, que pareciera ser una obviedad, es importante señalarlo, ya que esta suerte de “simpatía” establecida entre los textos de un mismo libro da lugar a una imagen conceptual plausible, la que termina configurándose en el lector orientando, por así decir, el “sentido” de su lectura. El lector primero que posibilita la transición de un “original” a su publicación es el editor, un lector micro y macroscópico, “especializado”, cuya lectura no busca el placer que mueve a todo lector de poesía o ficción, sino, entre otras cosas, potenciar las virtudes y suprimir los fallos de los que todo “original”, en mayor o menor grado, da cuenta.
Es fundamental y decisivo este “diálogo” que se establece, en beneficio exclusivo de la obra, entre autor y editor. Esta es una condición sine qua non, invalorable para todo autor que aspire a alcanzar la mejor versión posible de su primer borrador u “original”. Poder contar con la suerte de un lector comprometido y responsable con el material que ha resuelto ingresar a su catálogo, es hoy, cuando los compromisos y responsabilidades no parecieran estar a la orden del día, un beneficio que no pocos escritores desearían tener –yo, al menos– al momento de decidir la publicación de un libro, con todo lo que esto supone. 

13 Gilgamesh: Desde tu rol de poeta y editor, ¿cómo ves la movida de talleres, lecturas, festivales, concursos, ferias que se vienen dando en estos últimos años? ¿Te sentís parte de estos circuitos?

13- L.B.:

Quiero pensar esta pregunta, y en consecuencia responderla, desde mi “lugar” de poeta. ¿Cuál es ese lugar?, ¿hay tal lugar?, ¿el poeta acaso tiene lugar?, ¿de qué lugar estaríamos hablando? Esto me lleva a hacer una distinción o diferencia, innecesarias, quizás, por obvias, de estos dos compromisos que asumo, digamos, con la poesía: el de escritor y el de editor. Aunque solo uno de ellos, sin pretender con esto ser fatalista, es un compromiso de orden vital, con mi propia vida y, como lo es a su vez con mi propia muerte, lo habré de asumir sin dudas hasta esa última instancia. Ahora bien, como poeta, no solo apruebo, sino que además celebro la existencia y promoción de espacios formativos, como lo son los talleres de “escritura creativa” (antes, llamados “literarios”), como así también las lecturas públicas, festivales, concursos, eventos tendientes a dar a conocer nuestra poesía tanto en el ámbito local como internacional. Es una política cultural que debiera ser promovida, no solo por la iniciativa privada de los mismos poetas o gestores culturales, sino además por el Estado, desde sus organismos y dependencias culturales, y, ciertamente, también por instituciones privadas capacitadas para organizar y financiar estos u otros eventos tanto dentro como fuera del país. Ahora bien, aspiro a que todos y cada uno de estos espacios convocantes desplieguen sus iniciativas bajo una común vocación democrática, inclusiva, amplia y diversa, abierta en principio a todos los poetas cuya obra y trayectoria sean el pasaporte que les franquee las puertas a estos u otros ámbitos de difusión, intercambio y reconocimiento, como así también a la circulación de nuevas y meritorias promociones de poetas ávidos en dar a conocer sus “voces” a un público no menos ávido de conocerlas. Pero lo que pareciera verse en ocasiones (que no son pocas) es, precisamente, todo lo contrario. Y si bien todo –en la medida de la honestidad, respeto y dignidad que lo anime–, no deja de presentársenos como posibilidad de ofrecer nuestra mejor “cosecha” a quienes quieran desayunarse de ella, lo que creo percibir es, sin embargo, otra cosa, al menos en lo atinente a festivales, lecturas o eventos de alguna trascendencia: una especie de déjà vu… acaso siempre haya sido así, aquí en Buenos Aires como en Varsovia, Kamchatka o París. Pero hoy las ofertas son –al parecer– muchas y diversas. Aunque los convocados sean –también, al parecer– pocos y los mismos. En rigor, te diría que no me siento parte de estos “circuitos”, no invierto mi energía en solicitar, negociar o reclamar espacios a los que no he sido invitado, y a los que sí, celebro con alegría y gratitud. Pero como tengo claro que ese perverso mecanismo de inclusiones y exclusiones se da en la poesía como en todos los demás ámbitos del arte, la cultura, la política y la vida… y… “así en la tierra como en el Cielo”, me gusta pensar que lo mío (lo nuestro), es escribir, escribir sin más, inevitable, infatigablemente, escribir a pesar de…, no importa para quien… si para uno, si para una, si para une, otros, otras y otres, todos, todas y todes o, incluso, nadie.

14 Gilgamesh: Se acerca alguien que comienza a escribir, que quiere editar, a pedirte un consejo, ¿qué le sugerirías?

14- L.B.:

En principio, nada, sin antes conocer aquello que tal supuesto novato, principiante o aspirante a poeta, pongamos por caso, anhela publicar. Sin antes escuchar su deseo al respecto: sus expectativas, fantasías, ímpetus, reticencias, en fin, las razones que lo han llevado a considerar la posibilidad de ver un conjunto de sus primeros poemas escritos y/o seleccionados –organizados de una determinada manera–, editados bajo la “forma” de libro, por nombrar el soporte histórica, culturalmente más tradicional y arraigado, el más noble y aún hoy, sin dudas, el más codiciado. Las suposiciones que –como tales– suelen ser del orden de los prejuicios, pueden resultar tan nocivas como la laxitud o complacencia de quien alienta o, por el contrario, desestima, sin la menor responsabilidad, las expectativas de quien le dispensa, eventualmente, algún grado de autoridad como para discernir sobre el destino de aquello que ha escrito.
Partamos de que ningún joven poeta debe sentirse en la obligación de “debutar” tempranamente, como lo han hecho Rimbaud (Una temporada en el infierno, 1873), César Vallejo (Los heraldos negros, 1919), Oliverio Girondo, (Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, 1922) o el propio Jorge Luis Borges (Fervor de Buenos Aires, 1923), por citar algunos reconocidos y celebérrimos ejemplos que, si bien tomados al azar, por lo común no abundan. Ejemplos –“estimulantes” o “desalentadores”, según se los mire– de poetas que orbitaron prematura, aunque consagratoriamente los siglos XIX y XX.
La publicación del primer libro pareciera estar connotada de una significativa carga pulsional que amerita ser vinculada al debut sexual de un o una púber. Es una instancia problemática, pero significativa, una vez resuelta, para enterarse al menos de qué se trata “eso” –que no suele ser sino un primer “esbozo”– de “ser escritor”. Es una experiencia que debe transitarse, llevarse a cabo, en la medida en que el deseo nos conduzca hasta las mismas “puertas” de esa realización. Nada se pierde ni nada se gana. El mundo sigue girando y la poesía, en su inocencia infinita e imbatible y silencioso poder, no incide en su rotación, como así tampoco en su traslación. Así y todo, el mundo seguiría girando sin la poesía –mientras las condiciones o las leyes del Universo lo permitan– siempre en un mismo sentido. Y el sol seguirá asomando invariablemente por el este… Con todo, sin embargo, no llegaríamos a darnos cuenta, acaso, de que cada uno está solo sobre el corazón de la tierra/ traspasado por un rayo de sol: y enseguida anochece…
Para terminar de entender el lugar que hoy ocupa la poesía –ya no como fenómeno de unos pocos “raros”, “pálidos” y “delirantes” jóvenes asociales, refractarios a las convenciones culturales dominantes y sutilmente expulsivas de un determinado modelo de sociedad cuya vigencia tocaría a su fin hacia entrados los años ochenta del pasado (y ya no tan “vigente”) siglo XX– es necesario retomar algunos desarrollos de tu anterior pregunta acerca de las “movidas” de talleres, lecturas, festivales, concursos, ferias que se vienen dando en estos años. Los noventa fueron contundentes, definitorios para terminar de asimilar los últimos ecos indóciles, reluctantes a una cultura ya centrada umbilicalmente en un “yo” realizado según la medida y alcance de sus aspiraciones. Esa suerte de anhelo o ambición a los cortos alcances de una engañosa popularidad y trascendencia de pacotilla pareciera reñir con la solitaria, introspectiva y “ardua” (por lo común, más de lo que se supone) labor del poeta, sea esta en su versión clásica, romántica, experimental e incluso social o políticamente “comprometida” o, mejor, poética y políticamente “incorrectas”. El panorama de la poesía en nuestro país, en cuanto a la multiplicidad de ofertas que viene desplegando en busca de su público, no deja de ser alentador. Lo es, sin duda, para nos los poetas. Y, en ocasiones, mucho más que para un público cuya excursión por esos “lares líricos” suele ser de otro orden: casual, suspicaz o afectivo, personal, respecto al poeta de ocasión más que por un reconocimiento a su poesía. Ciertamente, gran parte de este “público-escucha” escribe, o pretende hacerlo, y, en menor grado, lee.
“Primero publicar, después escribir”, si bien esta paradójica sentencia de Osvaldo Lamborghini no fue reflejo de su propia experiencia, ya que en vida publicó pocas páginas en relación a todo cuanto escribió y su obra, finalmente, termina editándose post mortem, bajo la tutela de su amigo, discípulo y albacea, César Aira. Hoy la poesía se teje en las redes, y allí configura su textualidad, “pescando” likes como mojarras. Y esto, me temo, pareciera invertir los términos en una dialéctica en que la poesía deja de ser un fin en sí mismo para ser un medio a través del cual obtenemos un reconocimiento más adulador que laudatorio, tan vano y efímero como el chasquido de un aplauso. Entonces, medio siglo atrás –horas más horas menos–, alguien (digamos, Boido) sentenciaba: “la poesía no se vende, porque la poesía no se vende”. ¿Para qué, entonces, escribir? ¿Para qué, entonces, publicar? ¿Qué, primero? ¿Qué, después? ¿No sería acaso más conveniente “actuar de …”? Es decir, parecer poeta, que pretender serlo. ¿O solo serlo a secas, sin más, simple, llana, decidida, valientemente?

15 Gilgamesh: En «ELÍPTICA DEL ESPÍRITU» hay un epígrafe de Valéry: «Nadie podrá decir lo que mañana estará vivo o muerto en literatura, filosofía y estética... La esperanza, ciertamente, persiste... hay millones de jóvenes escritores... que han muerto». ¿Qué pensás al respecto?

15- L.B.:

El epígrafe de Paul Valéry fue tomado de su ensayo, escrito en 1932, “La política del espíritu nuestro soberano fin”, cuyo título inspira a su vez el de mi libro, publicado en 1995, y constituido por un puñado de textos breves en prosa (presuntamente poética) mejorados por la compañía de igual número de ilustraciones de Laura Dubrovsky. Mi edición del ensayo de Valéry es de Losada, con traducción de Ángel Battistessa y un prólogo de Guillermo de Torre en un volumen que cuenta –entre otros célebres ensayos del autor de El cementerio marino– con “Poesía Pura”, “Yo le decía a veces a Stéphane Mallarmé” e “Introducción al método de Leonardo da Vinci”. El texto de Valéry refiere al estado decadente del “espíritu” del hombre y la cultura europea de las primeras décadas del pasado siglo.
Toda política comporta la existencia de un programa, la racionalidad de un orden conforme a un fin, a un discurso y a una praxis en acuerdo –aunque en relativa tensión– con el programa político correspondiente. La “elipsis” constituye el vivo espíritu de la poesía, y es, si se quiere, la figura tropológica que la encarna en toda su dimensión. Valga la traslación: principio inobjetable de un “programa” implícito, consustancial y “a-programático” de un discurso que damos en llamar poético.
Con respecto a la cita de Valéry encuentro, en primer lugar, “belleza” y “verdad” en iguales proporciones, como así también en gran parte de su obra. Pero además entreveo un halo de misterio, cierta enigmática pátina que pareciera velar esa aparente claridad apolínea de un concepto que asume la enfática, sentenciosa forma de una profecía. Pienso, por ejemplo, en un texto paradigmático e incatalogable, por no decir “genial”, como es Monsieur Teste: “Este personaje de fantasía en cuyo autor me convertí –Valéry dice en su prefacio a la segunda traducción al inglés de La soireé avec M. Teste– en los años de una juventud a medias literaria, a medias salvaje… o interior, ha vivido, parece, desde esa época ya borrada, una cierta vida –que sus reticencias más que sus confesiones han inducido a algunos lectores a prestarle…”
Ahora bien, se trataría ya no de preguntarse qué es aquello que quiso expresar o decir Valéry en estas líneas (cuáles fueron las “condiciones de producción”, es decir, el contexto en el que fueron escritas, etcétera), sino más bien, de pensarlas en relación a mi propio libro Elíptica del espíritu, texto que decidió entonces –sea deliberada, sea azarosamente– convocarlas, tomarlas en préstamo o, más “apropiadamente”, “apropiárselas” más allá de haber respetado (como “corresponde”) la mención del nombre de autor. En tal sentido, no tengo nada que agregar, nada que decir. De haberme visto en la obligación de hacerlo, lo habría hecho acaso en la certeza de quien incurre en una traición a sí mismo, algo así como una falsificación de la propia creencia o, mejor, de un principio o una convicción innegociables. La expresión de Valéry quiero, necesito pensar, posee la propiedad de ser –en y desde el centro de su esplendor, de su neta o engañosa transparencia– algo sombría y, curiosamente, polisémica. Esto, y no otra cosa, es lo que pienso al respecto.

16 Gilgamesh: Nuestra última pregunta es una que, con ligeras variantes, repetimos de entrevista en entrevista. En «La muerte de la tragedia», George Steiner afirma (palabra más, palabra menos) que la poesía se ha vuelto un asunto privado esencialmente lírico y que, por lo tanto, se ha divorciado de la memoria histórica de los pueblos. Puesto en otros términos, la poesía es escrita y leída por poetas y quizá, también leída por alguna de sus amistades... Hace largo tiempo que el llamado «gran público» ha quedado fuera de este juego. Alejandra Boero llama a esto el «lazo perdido». ¿Qué sería necesario, en tu opinión, para reparar en alguna medida esa pérdida?
16- L.B.:

Esta última pregunta ameritaría más una mesa de discusión e intercambio de opiniones y reflexiones sustentadas en experiencias concretas, que la estimación que cada poeta en particular pueda llegar a tener al respecto, si bien nuestras apreciaciones proceden de experiencias surgidas en el devenir de la actividad poético-literaria que “profesamos”. En este sentido, nos encontraríamos autorizados para hablar de (y desde) una “profesión”, claro, que una profesión muy particular. De todas maneras, creo que existe cierto consenso más o menos generalizado en torno a que la poesía no es –según hoy se la concibe– una expresión o “género” de la literatura convocante de multitudes (ni mucho menos) en el ámbito de la cultura, en su más vasto sentido, como lo son manifestaciones de otras disciplinas artísticas tales como la música, el teatro, la ópera o la danza, pongamos por casos, que participan, en su exhibición pública, de aquello que damos en llamar “espectáculo”. O, asimismo, literarias, como la novela y, en menor grado, el cuento o el relato. Formas estas que por diversas razones (culturales, sociales, discursivas, económicas, editoriales, etcétera) han conseguido “imponer”, en un amplio espectro de un público lector hipotético, el hábito de la lectura, el cual otorga, además de los consabidos placeres y conocimientos que dimanan de la ficción literaria, pongamos por caso, un sentido de pertenencia socio cultural identitario.
Ahora bien, ¿qué sería eso que damos en llamar “el gran público” en el ámbito de nuestra poesía contemporánea? ¿Existe, hoy, en tiempos en que pareciéramos aspirar a ser ya no “público de otros”, sino “protagonistas de sí mismos”, es decir, de “la propia vida”? La poesía es un acto de escritura cuya transmisión gusta adoptar, sin embargo, la expresión oral, declamatoria, cuando no enfática o pomposa, conforme sus orígenes. Son menos los lectores “no poetas” que leen poesía directamente de un libro, que aquellos otros que aceptan, y hasta llegarían a apreciar –e incluso disfrutar– la escucha de un poeta leyendo sus propios poemas en vivo, o a través de una grabación.
La poesía pareciera ser un asunto de “iniciados”, exclusivo de poetas, aquí, probablemente también allá y, por qué no, en todas partes. Más allá de la hipérbole donde, por lo común, no suele haber nada, conocemos sin embargo la existencia de experiencias como los festivales de Poesía de Medellín, ciertamente multitudinarios. Estaríamos hablando de gestión, organización e inversión, como condiciones de posibilidad de construir (y convocar) en torno al poeta y su voz, un público abierto, propicio, profuso, atento e interesado, y, si heteróclito, mejor.
Witold Gombrowicz escribió un libelo titulado “Contra los poetas”, exhumado y publicado por Edgardo Russo en “Cuadernos de extensión universitaria” N° 11, de la Universidad Nacional del Litoral (1987). Este panfleto, de apenas unas nueve páginas, precede a tres lúcidos ensayos de Russo sobre el género, que tienen como eje el texto del autor de Ferdydurke. El libro lleva por título “POESÍA Y VIDA. Consideraciones sobre el panfleto de Gombrowicz ‘Contra los poetas’”. El blanco de los embates de Gombrowicz es la llamada “poesía pura” (Mallarmé, Valéry y herederos). Cito apenas algunas de sus consideraciones, las cuales parten de la siguiente tesis: “los versos no gustan a nadie, y el mundo de la poesía versificada es un mundo ficticio y falsificado”. A su vez confiesa que los versos no le gustan y hasta le aburren un poco. En cambio, dice, “cuando la poesía aparece mezclada con otros elementos, más crudos y prosaicos, por ejemplo, en los dramas de Shakespeare, en las obras de Dostoyevsky, de Pascal, o, sencillamente en el crepúsculo cotidiano, tiemblo como cualquier mortal. Lo que difícilmente aguante mi naturaleza –agrega– es el extracto farmacéutico y depurado de la poesía que se llama “poesía pura” y, sobre todo, cuando aparece versificada… “¿Por qué no me gusta la poesía pura?”, se pregunta. “Por las mismas razones por las que no me gusta el azúcar puro… Es el exceso lo que cansa en la poesía: exceso de la poesía, exceso de palabras poéticas, exceso de metáforas, exceso de nobleza, exceso de depuración y condensación que asemejan los versos a un producto químico…” El poeta profesional se define –según Gombrowicz– “como un ser que no se puede expresar a sí mismo porque tiene que expresar los versos.” Ya más adelante afirma: “El poeta se dirige solo a aquel que ya está compenetrado con la poesía, es decir a uno que ya es poeta, pero esto es como si un cura endilgara su sermón a otro cura”.
Aún hoy parecieran tener alguna atenuada vigencia, mal que nos pese, estas reflexiones de Gombrowicz. No habría mayores razones para rebatirlas, sí, acaso, para revisarlas o, mejor, para examinar el contexto actual, el espacio que la poesía contemporánea se ha venido ganado multiplicándose exponencialmente a través de las redes sociales, “Festivales” y “Ferias de editoriales independientes”, en las cuales la poesía cobra un protagonismo insoslayable. Pero, pensándolo bien, ¿cuál sería la razón por la cual, nos los poetas, debemos conquistar la adhesión del gran público? ¿Se trataría de una razón de orden supuestamente consagratoria? Nada más absurdo… Quizás musicalizando nuestros poemas, haciendo de ellos canciones, vehiculizando los versos a través de la música… Pero claro, esto, sencillamente, no es lo nuestro. Incluso, no pareciera ser serio. Lo nuestro es, incondicional e inevitablemente, “la propia voz”, un particular decir, una sensibilidad acendrada y fiel a una lengua insatisfecha que –por todas estas y otras tantas razones que aún no he conseguido siquiera esbozar– ha renunciado, en algún tiempo indefinido de esta breve existencia, a nombrar las cosas solamente por su nombre, para mirar el mundo con los ojos de la imaginación, y nombrarlo con la palabra propia, genuina, la cual será también, a su vez, por esta sencilla razón, la palabra del “otro”. Es decir, “el dialecto de la tribu”.

Luis Bacigalupo, 22-02-2025

NOTA BIOBIBLIOGRÁFICA

Luis Bacigalupo (Buenos Aires, 1958) es poeta, narrador y editor. Ha publicado los libros de poesía: Trogloditas (1987), Yo escribía un poemita (1988), El relumbrón de la claraboya (1989), Madagascar (1ª ed., 1989 - 2ª ed., 2020), Las purpurinas (1989), El océano (1992), Elíptica del espíritu, con dibujos de Laura Dubrovsky (1995), Mixtión, 2014 y La conferencia (2022). Publicó las novelas Los excomulgados (2000) y La enfermedad (2023). Su libro Entrañas argentinas -aún inédito- fue finalista en el Premio Clarín de Novela en los años 2001, 2002 y 2003. Dirigió la revista de literatura La papirola y, en la actualidad, la editorial de poesía El jardín de las delicias, junto con la artista visual y diseñadora gráfica, Laura Dubrovsky.

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