viernes, 3 de mayo de 2024

 

GILGAMESH: POESÍA Y POÉTICAS presenta a LALA ALTSCHULER
(Publicado en la página de Facebook el 1 de febrero de 2023)
Lala Altschuler nació en Uzbekistán. Es psicoanalista y escritora.
En sus repuestas a la entrevista, Lala dice:
«Tenemos el arte para no perecer a causa de la verdad. El enlace entre vida y arte, originario, retorna en el decir de Nietzsche, ahora como enlace amenazado. Si todo puede ser dicho, a los martillazos, en todo momento, nada puede ser escuchado. Falta el silencio para que la palabra pueda ser escuchada».

SELECCIÓN DE SU OBRA

Extracto de “Antonez Fontseca, Autobiografía, 2194-1492” (Novela)
¿Después de haber vivido lo que vivimos?, ¿después de haber participado en lo que participamos? Tengo decidido no aceptar este destierro. No entregar mi alma. Nos iremos, Thamar, juntos.
Thamar se retira de la habitación donde hemos pasado la noche. Silenciosamente abre la puerta, se oye el leve chirriar de los goznes. La luz penetra quedamente por la rendija de la puerta entreabierta e ilumina apenas la pequeña habitación, que reserva para sí sus penumbras. La recorre mi mirada extrañada. La vela se ha extinguido. Es una habitación sencilla: piso de ladrillo cocido, ventanuco en lo alto de una pared que deja entrar un rayo de luz, una cama con un jergón, un cofre para la ropa y pertenencias, de las que carecemos. Una pequeña chimenea. Thamar ha cubierto su cuerpo con sedas que se deslizan sobre su piel, turbándola en el contacto. El pelo se desparrama sobre sus hombros desnudando sensualidad.
Abro los ojos, Thamar no está. La noche me despoja, me priva de mi nombre; entonces, puedo diluirme en los sueños de los hombres y mujeres que me antecedieron, dar vida a sus oscuros presagios, habitar sus tiempos. Y no me es fácil el alba, despertarme, vestir mi nombre nuevamente. Cómo saber que soy Antonez Fontseca una vez que he despertado a lo que he despertado, donde he despertado. Viviendo, como vivo, los exilios del lugar, del tiempo, de sus lenguas, en un borde que no alcanzo a demarcar. Habito orillas que se deslizan y se desplazan. Habito ajenidad.
Yo, Antonez Fontseca, el que nació sin huellas digitales, ¿en qué planilla existo? Quizás buscaba mis propias huellas en los basurales.
Pasión atormentada y atormentadora, que me conduce día tras día a esos orillares de objetos entre los que me pierdo y me encuentro al mismo tiempo. Entre el barro y los restos.
Confundidos en un loco desorden, abandonados. Más por la premura de la huida que por el desatino de deshacerse de ellos. Hacia allí se dirigen mis pasos, acuciantes. Mundo fuera del mundo, el no mundo. Ni siquiera sabría cómo llamarlo. En medio del caos, mis manos se sumergen trémulas en tachos, en viejas repisas, y se encuentran con aparatos cuyo uso desconozco, en un revolver febril que es mi secreta pasión.
Hay manchas de sangre; indicios que testimonian lo que habría sucedido, los asesinatos perpetuados; y desde lo alto de las repisas, las letras sangran trozos de historia imposibles de enmudecer.
Oh, una mariposa, sobrevuela una mariposa, sobrevuela casi sobre mi nariz, aletea, pareciera querer acallar el luto que pesa sobre los objetos, su sordidez. Aletea más fuerte, intenta ahogar lo imborrable, las tumbas próximas. A la primera le siguen otras, y otras, y otras. Y todo el lugar se tiñe de vibrantes colores, un arcoíris que trasluce los rayos del sol. Se posan sobre las repisas; confundidas quizás, liban, sorben letras, con virginal inocencia, es polen para ellas, las transportarán; y quizás, las mieses y la miel..., las efímeras mariposas sobrevuelan eternidad.
La inquietante marcha de los desplazados recorre las viejas sendas, caminan casi pegados a la autopista; el silencio los envuelve en la madrugada. No puedo dejar de verlos. ¿Qué les mueve a seguir caminando? ¿Qué me mueve a mirarlos? Alguna que otra madre alza a un niño y, casi sin detenerse, saca su pecho, lo acerca a su boca, le habla. “¡Continúen!”, les indica una voz por el altoparlante.
Leí, en la tapa de un antiguo libro que cayó en mis manos, la palabra “Teatro” y, debajo: “Apocalipsis mañana”. Eso decía el título. ¿Qué sucederá? ¿Mañana? ¿Es hoy ese mañana? ¿Otro apocalipsis se anunciaba?
Llegarán. Las puertas de la ciudad se abren, los habitantes las reciben. Todos se tragarán sus seductores susurros y sorberán el veneno con el placer de sus nada cándidas bocas, de sus nada cándidos oídos. Ellas, arrogantes, dirán cumplir con las palabras del Señor. Y los habitantes gozosos, aceptarán la anestesia, abrazarán los edictos.
Un día me preguntaste qué es el dolor mientras yo miraba distraídamente un libro de viejo. Yo, por entonces, no lo sabía. ¿Qué hubo de sucederme para concluir, luego, que quizás fuera el dolor nuestra secreta esperanza? Y que podía estar embarazado de nostalgias, despertar deseos inesperados, avivarlos, abrir caminos hacia el amor.
Estoy revolviendo en una pila de trastos. Encuentro un viejo disco de vinilo, conservado no sé cómo, puesto al resguardo por manos sigilosas, anónimas, precisamente aquí a salvo. Lo llevo a casa. Desde mi destartalado tocadiscos emerge una voz susurrante, algo que desconozco: la voz de una mujer canta. Miro el disco girar con obstinada persistencia… Me duermo.
La Voz me despierta. Me niego, quiero seguir durmiendo. Pero no, no es la Voz. Entre sueños, me escucho canturrear… y no me reconozco: ¿Estas voces, estos sones, de dónde vendrán?
Mejillas de lirios, que mis ojos recogen.
Pechos de granada, que mis manos cosechan.
¿Dónde lo habré escuchado? ¿Cuándo?
Vagábamos por sus calles, perplejos, porque no sabíamos si vivíamos anticipados, o después, y si aquello de lo que fuimos testigos, ocurrió u ocurrirá quizás, un día. También nos preguntábamos, con horror, Thamar, si los habitantes, expulsados, en la premura de la fuga habían dejado sus voces a la deriva. Voces que no encontraban quién les diese cuerpo, quién las encarnase nuevamente y les diese vida.
Seguíamos internándonos a pesar nuestro. El sol caía denso, ocupaba todos los rincones, nos secaba la boca. De sus exangües manantiales corrían sólo hilos que sobrevivían a los mortificantes rayos verticales.
Vi columnas de hombres, mujeres, niños engrillados. Esperando bajo un sol implacable. Próximo, el latigazo. El viento blasfema. Habían sido esclavizados. Los conducen hacia distantes mercados.
Vi ráfagas de caballos atravesar la roja tierra, sus jinetes con lanzas afiladas, en la mirada espanto. La vista se les nubla, se desbarrancan, ruedan junto al caballo.
Vi hordas de niños harapientos, escapan, en sus manos piedras por si acaso. Huyen de la costa donde las barcazas los están aguardando. No había bosques que los refugiaran, ni pájaros que silenciaran su loco tratar.
Vi mujeres cabalgando, sus cabellos al sol confundidos con las crines de los caballos. Duros de leche los pechos cuando se acercan a los niños. Las persiguen hombres en carruajes desvencijados, con furia tratan de cercarlas.
A corta distancia, serpientes embravecidas encabezan la marcha del Kommandant, que sin ninguna prisa avanza; paso a paso, paso a paso lentamente, sus botas se recortan contra el cielo. Una nube de langostas de pronto lo oscurece todo, lo cubre todo, hasta el sol; no se sabe si lo hacen como ataque o prevención ¿Y si las langostas fueran el Mismísimo clamando espanto? A la distancia, un cura reza, hubiera querido velar la mirada del Señor. Mientras, el mundo, otro mundo se aparta, huye de semejante agravio.
Vi puertos que olían a peces recién sacados del mar; su aroma fresco y dulzón se confunde con el bullicio de los pescadores; no llega a mitigar lo que ocurre a corta distancia: los expulsados apenas cubiertos con su ropa hecha jirones.
Otro mar a la orilla del mar.
Solo al final del camino descubro que soy conducido.
Ese día supe de la existencia de lo absoluto que late en el silencio del mundo. Hubiera sido insoportable para mí si hubiese estado solo. Temblábamos, asistíamos a la más radical de las expulsiones. Y sucede una y otra vez, sin dejar de suceder: 2194- 1492.
KINDER (Relato)
Dejo la página en la que escribo; me he acercado demasiado, veo el alambre de púas, veo a los niños asomándose solos. De pronto no más correr. Nosotros, las ratas, sin saber si ellas nos perseguían o nosotros las corríamos porque nos habían robado lo que nos daban para fressar.
Silencio. Se fueron con los hund, no escuchamos ¡Fressen! y el aterrador ladrido de los hund. Silencio. Nos agarramos. Nos temblamos. No nos soltamos, nein. Luego, shtil, mirando para todos lados, vamos hacia el alambrado. Oímos vait, pasos que se acercan, pasos arrastrados aunque no vemos nieve, no vemos barro. Pero no son los guardias; otros pasos del otro lado pasos que vienen del silencio. Nadie más que nosotros en el laguer. A los otros ya se los habían ido. Nos miramos si agacharnos bajo el alambrado escapar. De pronto aparecen.
Paralizados, impávidos. Escudriño su mirada. No hay dolor en ella, no podría haberlo… no aún, sí terror, sin nombre. No, no podría haber dolor, no allí, no en ese instante, ¿lo resistirían acaso? Los soldados rusos los miran espantados, pero no sé si ellos advierten su propia mirada espejada en la cara de los rusos. No puedo alejarme de la escena. Están allí, ahora más indefensos que antes. Ya no escuchan los gritos, lo único que han conocido hasta ahora. El mundo, su mundo se hundió; ellos no son los salvados. Y los ladridos, los ladridos de los perros, noche y día los ladridos se han silenciado...
Se acercan. Nos rodean. Quieren irnos. Nos apretujamos. Nos temblamos. Con asco miran nuestras cucharas, las cucharas que teníamos para fressar ese agua que se enfriaba con los mendrugos de pan. Quieren arrancarlas. ¡Nein, nein, nuestras! Nuestras, nuestras, decimos, y el Kommandant dice guestank, guestank. Es una lengua que entendemos. Él no grita, dice ¡málchiky, málchiky! Nos agarra, hay camiones afuera del alambrado. Salimos. Quieren irnos. Nos suben, nos acercan una lata de sopa, espesa, intragable, quema. El camión arranca; no vemos esvásticas en la ropa del Kommandant ni en el camión y no hay hund. Nos apretamos. Nos dormimos. Nos despertamos. Nos miran, nos hablan, ¿qué dicen? Málchik málchik jochno tu málchiky ¿shto, shto málchik? Jochno tu málchiky, no te dalekes málchik. Las palabras son piedras que caen sobre nuestras cabezas, golpeándonos más que las palizas. Se acercan, sus manos extendidas. Uno de ellos murmura en una lengua que no conocemos ¡Oh! Señor, ten piedad de nosotros. Nos dormimos.
El Kommandant nos despierta, el miedo se agarra de nosotros cuando quiere acercarse. Nos alejamos cuando lo vemos mirarnos. El camión se pone a andar. Nosotros no grita. Silencio. ¡Oh! Ausencia, ¡oh! atroz ausencia. El silencio que los rodea baja sobre ellos inusual densa humareda. Tienen frío, entre ellos se aferran. Habían dejado atrás el laguer, el único mundo que habían conocido, mundo fuera del mundo. Nos cuentan: ¿seis, siete? Los rusos acaban de liberar el campo; entre ellos está Sasha. Es él quien les habla, está confuso, no quiere asustarlos. Entre el terror y la piedad su voz se le atraganta; los llama, quiere que se acerquen, que no le teman, jochno tu málchiky, no te dalekes málchik; está solo con los niños, él solo, en su bolsillo sostiene fuertemente la foto de Luba. En la mochila, un sobre. En los últimos cuatro años ha estado muchas veces al borde de la locura, pero nunca como ahora. Cuando ve a estos niños el borde se le desdibuja. La foto de Luba en el bolsillo de sus pantalones, su urgencia. Siente duro su sexo y le da vergüenza, siente la turgencia vital de su sexo y le da vergüenza. Aparta la mirada de los niños, necesita apartarla como yo lo hago. Pero vuelve a ellos sin remedio. Solos en el camión. Dónde, dónde nos llevan, el pis se escapa por nuestras piernas sin poder detenerlo. El Kommandant nos habla. Retrocedemos. Nos agarramos. Nos dice ia Sasha, señalándose, y pregunta ¿ti? Esto sí lo entendemos, obedecemos. Rápido nos subimos las mangas y mostramos los números. Adelanta sus manos. Quiere tocarnos. Nos temblamos. Nos acurrucamos. Nos dormimos.
Espectral silencio. Dios, ten piedad de nosotros, oh, Señor; o es que fuimos capaces, para ensombrecer tu grandeza, oh, Señor, lo que nunca hubieras imaginado, oh, Señor, al asistir una y mil veces al terror de que el hombre, la criatura creada por vos, en una inaudita fábrica de la muerte, haya podido crear niños muertos, oh, Señor.
Veo a Sasha desesperado, tratando de no asustarlos. También él casi un niño, camina estupefacto por el camión. Sus ojos ven, no saben ni sabrán lo que allí pasó. Nada sabe de Terezín. No sabe que la única lengua de los niños es la nazi, la lengua despiadada, de la orden implacable. La que no admite el “no”. La lengua muerte. Silencia. No sabe Sasha de los abismos a los que se está asomando. Tampoco sabe de su infierno, apenas rozado, y que no hay palabra para nombrarlo. Todo su cuerpo se convulsiona con la inmundicia de su alrededor.
Nunca ido en un camión. Vemos los árboles, pasamos por gente, tirados en el piso, rotos, muertos, tot, otros, otra ropa. Se esconden en sus barracones al vernos, los ojos se cierran.
No soportan estar afuera, la luz les ciega, la ternura de la voz de Sasha los abrasa sin remedio y le temen. En su desesperación, lo único que hacen es dormirse, como si sólo los aliviara borrar el mundo que apareció repentinamente.
¿Mundo, dije? Mundo en el cual se abisman en un vacío insondable que no abre a ninguna parte y, con los ojos cerrados, se dejan llevar por el rítmico balanceo que les permite sentir el peso de sus ingrávidos cuerpos.
Otra vez la sopa. ¿Jóchez? dice el Kommandant, un pedazo de pan, y luego chai, señalando una lata. No grita fressen. Vomitamos. Nos contaron que a los que los llevan al camión los gasean.
Sasha conduce, le espera un larguísimo camino. Una ligera brisa revuelve su pelo rubio, le pega en la cara, la aspira ávidamente, la huele, quisiera llenarse de ella. Es primavera, hace días que dejaron Praga, no hay mariposas ni se escuchan pájaros. Sin tener edad suficiente para que lo llamaran, se alistó. Fue a combatir por su patria, maia saiusa; no se encontró sólo con el frente, con el enemigo, se encontró, él que era apenas más que un niño, con otros que tendrían que haber sido niños y jamás lo fueron. No sabe qué hacer con esta carga que lleva, a qué destino los conduce; piensa, obstinadamente, que podrá llevarlos a otro destino.
Maneja a campo traviesa, los caminos tiene que evitarlos, no importa cuánto tiempo más demore; la turbamulta, agazapada, busca a los que de la muerte de los laguer se han salvado.
Sasha extraña el bosque, sus luces tornasoladas que se filtran a través de las hojas de los árboles, translúcidas cuando el sol las ilumina. Extraña su sensualidad umbría, húmeda. Jugaba en el bosque durante el verano, siendo niño, hace un mundo de esto, cuando el mundo era aún mundo. Las flores de mayo que asomaban en cada claro, amapolas rojo sangre, violetas perfumadas. Extraña los bosques cerrados, la densidad de sus árboles, los sonidos que se arremolinan aquí y allá y se reproducen en mil ecos, o transportan las voces de distantes arroyos. Ahora tienen que atravesar los temibles claros.
Días y días. Viajamos, el camión se sacude, pero acá no nos escondemos. Sitztend, sitztend, sitztend todo el tiempo. No grita.
Se les acalambran los minúsculos cuerpos. Sasha hubiera querido hablarles sobre los bosques de su infancia. Pero los niños, ¿podrían escuchar? Duda. Ha observado que entre ellos no hablan. Cuando quieren decir algo, hacen un raro carraspeo.
El espanto y el encanto habitan el fantasmal bosque. Tendrán que salir de Checoslovaquia, atravesar Alemania, atravesar Bélgica, sabiendo que aún no se han salvado. Es apenas un día después. La muerte pasa rasante sobre sus cabezas y el águila sobrevuela, amenazante.
Estamos parados. No decimos que queremos schaisen. El camión frena, nos bajamos, corremos al árbol, ellos nos siguen. Se quedan cuando nos ven bajarnos los pantalones, tenemos que hacer rápido, eso lo sabemos. Esperan. Volvemos, nos setzen.
El camión se detiene frente a una patrulla rusa, Sasha les habla, vienen de Terezín, la voz se le quiebra, y sólo con un gesto puede señalar la carga que lleva. Lo observan perplejos, se acercan, echan una ojeada, pero no se atreven a mirar adentro. Ya se murmuraba con voz queda lo que era encontrarse con “ellos”. Uno de los soldados se da vuelta, oculta su gesto, se persigna, leo sus labios:
Dios mío, ten piedad de nosotros. Dios mío, ten piedad de ellos.
¿Schto ti dumaiech?, ¿achivó, achivó?, ¿acudá? Discuten en una lengua que alguna vez fue mía, pero que ahora apenas entiendo. Nos dejan pasar.
Mayo de 1945. La dulce brisa que siempre había perfumado los caminos checos, alemanes, belgas, ahora sopla sobre los cuerpos desperdigados aquí y allá. No acuna a los muertos, y su pestilencia es insoportable para los vivos. Sasha se sienta, saca la foto de Luba, la pone frente a sí, le habla, le dice algo que no alcanzo a escuchar, la besa.
Nos quedamos setzen. Vemos pasar barracones, noche y día barracones, no son grandes, sin alambre de púa. Hay que se asoman, saludan, algunos kinder corren detrás nuestro. No visten como nosotros. Nos dormimos uno se despierta, su grito retumba en el camión es el más grande. Es el que nos contó de los gaseados.
Cómo seguir escribiendo cuando aún veo al niño en quien despertó un recuerdo. Un recuerdo, al ver a otros niños corriendo, saludando en checo. Hubo un tiempo en que fue hablado por la lengua; hubo un niño con padres; hace un mundo de esto. Y en ese momento, precisamente, soñó con un nombre, el que había tenido, su madre llamando: “¡Guuustaavvv!”, el nombre que él había sido.
El camión para otra vez, hablan con el Kommandant, levantan la barrera. Otro barracón, no tiene esvástica, una frau, vienen, nos van, una ducha, nos quitan la ropa nos temblamos, sacan un tubo con gas. Nos acurrucamos. Está el Kommandant con nosotros. Nos baña, nos dice que nos desinfecta. ¿Schto schto? Málchiky málchiky nos grita. El agua resbala sobre nosotros, nos ponen otra ropa.
Entre aterrados y excitados suben al camión. Siempre con la cuchara de madera en la mano, ni por un instante la sueltan.
Sasha está sacando la foto de Luba, la pone delante de sí mientras maneja, y de él brota, casi sin darse cuenta: florecerán iabluschki y gruschki, vijazila… esa voz de bajo, de tan virginal belleza: con su mirada la acaricia, con su voz la acaricia, con la letra la acaricia. Y le canta, y le habla. Ese feroz optimismo de los rusos, ese feroz amor a la patria. Canta la canción de los que volverán de la guerra. De los amantes que se esperan. Anhela su Moskwa maiá, a Luba, hace tanto que no sabe de ella. Maia Luba, ia lubluiu vas.
Pero qué hace, por qué canta, el canto golpea, y sacude la entraña nuestra. ¡Nein!, ¡nein!, nos tapamos los oídos. Gritamos. Nos temblamos. Nos acurrucamos. Nos dormimos.
Despertamos. Siempre en el camión, siempre él manejando, con esa tante que tiene frente a él, con el pañuelo en la cabeza, blanco. Viajamos, viajamos cuando es de día, de noche el Kommandant para. De noche no dormimos, nos acurrucamos, tenemos miedo a los hund, a los trenes que pasan. De día dormimos. Cada tanto nos paran, hablan entre ellos, levantan barreras, las bajan.
Son días y días de marcha, Sasha se detiene de noche, tiene que descansar, comer, tomar un té junto a los niños, luego apagar las luces del camión, también él tiene miedo, no puede dormir, se desvela. Hasta que, al fin, arriban al puerto. Respira aliviado. Ha llegado. Al fin ha concluido el más largo y difícil de los caminos que hizo desde que comenzó la guerra.
Ésta concluyó, pero no ¡ay! no termina de concluir. Nunca.
Esperanzado, con esta preciosa y terrible carga que lleva, quiere creer que a los niños algo diferente les espera: que por primera vez un instante cualquiera exista para ellos, ese instante en que, extrañados, huelan el olor salobre del mar.
Nos temblamos al ver el mar, al oler el mar que el Kommandant nos señala con su mano. El barco nos espera, dice, nos hace bajar. Ningún tren se detuvo, nunca, al oscurecer, para irnos. Respiramos. Bajamos. Vamos donde hay otros hombres, le piden, saca papeles, los muestra, subimos. No hay esvásticas.
No, ningún tren se detuvo, tal como sucedía en el campo para llevarlos; ninguno de esos días, durante ese largo trayecto, vieron el tren.
Me acerco, los veo subir al barco. La sonrisa contagiosa de Sasha convence a todos: la ropa enorme que llevan será el pasaporte con el cual podrán viajar pese a estar indocumentados; pero las aduanas igualmente piden: nombres, edades, apellidos... Con un gesto les indica que no digan nada, él hablará por ellos. Veo como, con un mismo gesto, los bautiza, los nombra. Por primera vez uno será Fedor, otro será Ilia, Igor otro, y así uno por uno. Lo mismo hará con los apellidos. Por un instante, mientras están subiendo al barco, se olvida de Luba. En el siguiente, lejano y próximo a la vez, resuena en él la entrañable melodía: florecerán iabluschki y gruschki…. Volverá a verla.
Una y otra vez los veo subiendo al barco, una y otra vez trastabillando, parecen tan pequeños, tan débiles en la enorme explanada. Sasha se adelanta, los conduce, se sienta junto a ellos en la cubierta, necesita una bocanada de aire puro, de cielo estrellado. Se quita sus pesadas botas luego de días y días de marcha; el olor agrio de de sus pies es un retorno a sí. No a quien había sido antes de la guerra y, menos aun, antes del encuentro con los niños.
Ellos aún calzan sus pesados zuecos de madera. Es imposible saber qué piensan. Desea irse de allí, dejarlos, su destino es otro. ¿Destino? Oh, Señor, ten piedad de nosotros; oh, Señor, ten piedad de ellos.
Sasha besa una vez más la foto de Luba. Quisiera contarle, hablar con ella, pero qué, cómo. Por su cara las lágrimas se deslizan. Llora, lo irremediable le penetra.
El barco empieza a moverse, el Kommandant insiste, nos habla: ia, Sasha, ¿ti? y lo repite y lo repite hasta el cansancio. Toda la noche viajando, mirando el cielo estrellado; no había cielo estrellado dentro de los alambrados. Luego Sasha nos lleva adentro, paidiu, paidiu, nos recuesta en camastros, nos tapa; spaciba dice, esperando que lo repitamos. Nosotros sordos cerrada la boca, eso lo sabemos, sabemos no oír, sino ¡heraus! ¡heraus!, más frío, más hambre.
Saco del bolsillo de mi campera cómoda, amplia, un sándwich. Tantos años y comerme un sándwich aún me avergüenza, como si mi vida entera se hubiera detenido en ese largo, larguísimo viaje que siempre fue a ninguna parte.
Lo como mientras la brisa deposita sobre mi rostro pequeñas, minúsculas gotas, que contienen el olor salobre del mal, al igual que hace muchos años, apenas terminada la guerra. La brisa, fresca, se arremolina sobre mi piel. Vivo.
Cerca de nuestros camastros vemos unas piedras. Son chicas, las tiramos, nos reímos, las arrojamos a las paredes, a ellos, a nosotros: son ratten, nuestras. Una le da a Sasha, se despierta furioso, grita ¡Niet! Corremos, uno de nosotros es el Kommandant. Gritamos ¡Ratten, ratten!
Una risa loca se apodera de ellos, ahora son Kommandant, las arrojan, las levantan para reiniciar el juego, se aturden con sus gritos: “Ratten, ratten”, las revolean. A los pasajeros se les desmesuran los ojos, miran para otro lado frente a lo inaudito de la escena.
Otra vez ponemos las piedras-ratten en la cuchara, las acercamos a la boca. Las tiramos con asco. Aullamos Ratten ratten, mientras sostenemos a una por la cola y se retuerce, escapa, und ponemos una ratte más chica en la cuchara nos están mirando.
¿Se ríen, dije? Si no hay en ellos alegría ni conocen el llanto… Son gritos, aullidos excitados que se reflejan en los mil ojos azorados de los pasajeros ingleses, franceses, que se corren a un costado eludiendo ser alcanzados por sus desgarrados ecos. Oh, Señor, ten piedad de ellos, es tanta la ira, dales descanso. Oh, Señor, que no se prolongue, que no sea perpetua…
Esta vez sí están despiertos. Su único modo de mantenerse despiertos, pero se aburren pronto. O no les dan más las fuerzas. Están débiles y se han cansado. Ahora que tienen puesta otra ropa, sólo ahora, veo que ¡son tan pequeños! Se acurrucan entre sí, parecen no escuchar la sirena del barco que atraviesa la niebla, o no querer escucharla. ¿Se habrán dormido? ¿Si la escucharan, en ese instante, qué sería de ellos? ¿Sabrían que están fuera del laguer?, ¿lo están acaso? ¿Lo estábamos acaso?
La sirena insiste, no soporta ser desoída, nadie parece conmoverse con ella, celebrarla como se merece; está anunciando un arribo que marca para muchos el fin de la guerra; deberían bailar todos alrededor de ella. Aúlla una dos tres veces rasgando la niebla, rasgando el luto que ha vertido sus cenizas sobre las ciudades, aúlla sobre las espaldas de aquellos que apenas pueden incorporarse. Aúlla sobre las brasas, sopla más fuerte, que éstas se enciendan, que den calor al abrazo próximo.
Sasha la escuchó, se despierta y se desvela. Lo miro. Está pensativo, le pesa la carta que lleva en la mochila, dirigida a la sénschina que alojará a los málchiky en su hogar, su hogar de huérfanos. “Terezinskaya málchiky”, repite para sus adentros, sin poder ni querer saber lo que eso significa. El sobre lacrado está arrugado, ¿cuánto hace que lo transporta? Lo saca, lo alisa, allí terminará su destino. “Llegar a destino”, qué densa le parece ahora esta frase a Sasha, llevando a los niños. Él los acompañará, ella se encargará de ellos. Que empiecen la vida de niños, la que no han conocido, la que no han tenido, lo que no han sido.
Amanece, la sirena anuncia que han llegado. Londres, devastada después de la guerra; pero nada de esto verán los niños. Han llegado a un mundo ajeno.
Sasha baja junto a ellos, sabe que no toleran que se les acerque demasiado. Se aparta, retrocede.
La pequeña comitiva aguarda en el muelle a los niños y al oficial soviético. Hay un jeep, un auto; dos mujeres acompañadas por un militar británico. Parecen tensos, inquietos, y a la vez querrán ser hospitalarios cuando el grupo descienda.
Nos juntan. Pashlí, pashlí dice el Kommandant ¡Heraus, heraus!, retumba en eco, nos temblamos no hay ningún camión, ningún tren, ninguna esvástica. Pashlí pashlí pashol, Sasha nos da un empujón para que heraus, schnel bajemos.
Él observa las manos de los málchiky en los bolsillos, siempre aferradas a las cucharas de madera, las esconden. Su único bien. Lo único que han poseído. Para comer la mugrienta sopa. Se han puesto serios otra vez, sus caras han vuelto a la impavidez que tenían detrás del alambrado, incluso la de Gustav.
Embarazado, Sasha se presenta ante la sénschina; ella tiene la vista clavada en los niños, los que serán sus niños.
El Kommandant se aleja, nos temblamos.
“La Sasha”, le dice a la mujer, “sovietsky soldat” y sonríe. “Ich bin Anna Freud”. La observo, luce su sombrerito austríaco. No está sola. La acompañan una amiga y un hombre alto, flaco, de rostro inquieto que viste uniforme de oficial británico y espera cerca de uno de los autos. Están nerviosos, expectantes, azorados; la amabilidad de la escena, las mutuas presentaciones tratan de cubrir el denso silencio que desciende sobre todos frente a la presencia de los niños.
Hay gente con el Kommandant, hablan de nosotros, dirán que mostremos el número, no lo piden, nos llevan a los autos, subimos. Viajamos. Vemos barracones sin alambrados, ya los vimos al salir del laguer; éstos son más chicos, rotos, piedras por todas partes; vemos kinder corriendo fuera de los barracones, hombres arreglando paredes rotas de barracones. Todo es shtil aquí, no hay gritos, ni ladridos de hund, ni esvásticas.
Se dirigen al hogar de huérfanos. Y así inicia lo que Anna quiso que fuera el viaje de regreso a la vida. Ella querrá conducirlo. No supo, no podía saber, que de ese otro mundo, en el cual los niños habían estado cautivos, la salida, como ella imaginaba, quién sabe si existe.
Cada vez que ve a una madre con un kind de la mano, Gustav se estremece. Y al estremecerse su pesadilla grita. Anna hubiera querido cerrar la cortinilla del auto, que Gustav no mire.
Kom kom kom mit mir kind dice la tante; nos apartamos nos apretujamos nos temblamos. La tante nos schprejt, nos extrañamos, cerramos los ojos, nos dormimos.
Anna está resuelta: los llevará a su hogar, los conducirá al dormitorio que les preparó, un mismo cuarto para todos ellos, ¡se necesitan, se necesitarán tanto los unos a los otros!; limpio, aireado, soleado, camas con sus colchones, sábanas, edredones cubriendo las camas, mesitas de luz al costado con un espejo encima, cortinas floreadas en las ventanas. Estufa. Un baño con su ducha ¡de agua caliente!, jabón perfumado, tan difícil de conseguir. Juguetes. No ha pasado tanto tiempo desde que los rusos entraron a Terezín. Anna buscó con empeño, aquí y allá, entre lo poco que quedaba en pie en Londres, arrasada por los bombardeos. Ella querrá alojarlos, enseñarles otra lengua, hablada, compartida, viva. Darles niñez, otorgarles tiempo, el olvido que nunca habían tenido. Querrá que se haga en ellos recuerdo lo que habían sido. Todo ha terminado, una nueva vida les espera, tendrán su hogar en ella.
Anna abre las puertas del hogar. Tiene preparado un pequeño agasajo para todos: su amiga, Sasha, el oficial británico, los niños; los productos los ha conseguido gracias a sus contactos. El convite, ajeno al momento que están viviendo, los distancia de su zozobra, de la incredulidad. Finalmente, los oficiales se retiran. Sasha los mira largamente, sabe que no volverá a verlos.
Anna llama a los niños, los lleva hasta su cuarto, se los muestra, los hace ingresar con suavidad. Ya había intentado retirarles la cuchara de madera, lo intenta nuevamente, y nuevamente la esconden; se retira discretamente. Esperará. Cierra la puerta tras ella. Poco a poco, está decidida, nacerán a la infancia.
¡Nein, nein, nein! gritamos al ver el cuarto. Nos temblamos, cerramos los ojos, nos acostamos en el piso, no nos tapamos, nos dormimos.
El sol entra a través de las ventanas. Despiertan, la luz los enceguece, no pueden cerrar las cortinas. Entra la tante. Les dice tiernamente que ha comenzado para ellos un nuevo día. Les muestra los espejos, los invita a mirarse, los nombra, pronto desayunarán; la tante se retira. Ellos ven allí, en ese trozo brillante, el horror reflejando las caras que nunca habían visto.
Nos temblamos al ver las caras. Gritamos ¡nein nein! con las cucharas de madera, con los dientes, destrozamos, rompemos, ensuciamos todo como hund somos hund hund todo todo todo shnel. Despiertos, temblamos ¡schnel, schnel, schnel!, gritamos. Camas, sábanas a los espejos los rompemos con lo ya destrozado; en ellos vemos las caras de unos kinder que Anna entraba, veía los destrozos y les hablaba. “Kom kind, Kom”. Uno a uno langsam les hablaba. Ya se había dicho a sí misma que necesitarían tiempo para el olvido. Otra lengua, en esa otra lengua podrán aprender a decir todo lo que el nazismo… También a ella el temblor la recorre. Cuando se dice lo que se está diciendo…
No los habita la palabra sino el grito. Son el grito. Y a los gritos destrozan todo lo que el grito de los otros ya había destruido. Hay una animalidad sagrada en sus aullidos. Parece provenir de lo más recóndito de la vida, de lo más recóndito de la muerte, quién sabe. O, quizás, de ese borde insondable donde la vida roza con la muerte; el aullido, implacable, las aúna y no sabemos si rige allí vida o muerte cuando no hay palabra que las separe o las enlace.
Los kinder son grito y son ira. Y su ira es de una radical osadía. La ira los mantiene vivos; la osadía, despiertos.
Dios mío, cuánto más solos se sentirán ahora los niños; cuando les hablan en inglés les acallan la ira.
Nos hablan, en inglés langsam todo lo dicen langsam shtil. Quieren taparnos la furia. Así como primero había insistido el Kommandant, la tante insistía. Ich, decía, ich bin Anna; du du bist Gustav, you are Gustav. Quería que así habláramos.
Pretende el modo sosegado. Si le convida con chocolate a Gustav, él no puede tomarlo, todos se abalanzan, son un solo cuerpo. Un solo cuerpo, su existencia posible. ¿Respondían así a la jauría de guardias que fue el pan magro de cada día? Si no hubo para ellos una sola palabra, una sola palabra que los pensara y al pensarlos, los nombrara. Ante cualquier pedido de Anna, dirigido a alguno de ellos, se aferran todos a su cuchara de madera, siempre juntos, siempre pegados entre sí, y siempre con la cuchara de madera que ni de día ni de noche sueltan.
Anna, con susurros tenues, cálidos, querrá desnazificar su habla, desladrar su grito… Les habla en otro idioma. Se estremecen al escucharla. La nueva lengua los amordaza; ellos se desvanecen.
Good morning miss Anna, ¡good morning to you! It´s a fine day today nos enseña.
El silencio se atraganta en la garganta.
Dios mío, se les pega la lengua al paladar cuando dejan de escuchar gritos. Les silencian la ira cuando dejan de gritarles. Se les convierte en tumba la boca cuando acallan su grito. Les hablan en una lengua en la cual quién sabe si existen.
Todo se ha vuelto humo, gris, niebla, ceniza…
Un rostro entre todos los rostros olvidados.
Y tal vez yo sea Gustav.

Extracto de “Un tren en la bruma de Samarkanda” (Novela)

Me llega un sobre, lo palpo, me sobresalto. Papel antiguo, apergaminado, bordes desvencijados, ¿cuánto hace que estoy allí, parada, sosteniéndolo en mis manos? El mismo espanto que vi en la mirada de madre, el mismo vértigo.
No supe leer en su momento lo que el sobre contenía. De sus signos preferí hacer misterio. ¿Qué significan estos bordes marchitos?, ¿hace cuánto de esto? Botella arrojada al mar, y sin embargo, sé soy su destino. Por sus pliegues entreabiertos asoman dándose a leer sus claves, secretas. Pero, ¿enigmáticas acaso? El mensaje que contenía era más bien simple ¿Hubiera podido leerlo antes? ¿Lo hubiera podido leer de no ser tan necia, o tan soberbia? ¿Si no hubiera pretendido -ya al sospechar (temiendo) tu existencia de muerta- darte vida soñándote?; y escribiendo, ¿prestarte mis recuerdos? ¿Acaso para donarte vida? Asombrosa ingenuidad la mía.
En el sobre se dejaba adivinar lo que vos me dirías:
‘¿Recuerdos apócrifos? ¿Para que pueda vivir la vida que no me estuvo destinada vivirla? ¿No me recordaste acaso que había caído fuera del tiempo? ¿Cuál es entonces tu inaudita empresa? ¿Que viva fuera del tiempo? Te das cuenta lo que ello significa: ¿fuera de la palabra, viva? ¿Y si pudieras darme vida? ¿Fuera de la palabra, acaso podrías otorgarme el olvido necesario para vivirla? ¿Y sin olvido, me sería posible la vida? ¿Sólo reducida al dolor de estar viva?’’
Los aromas, las fragancias, los perfumes casi olvidados retornan en el sobre, y ellos son signos, lo presiento, de lo que vos, hermana, me dirías. Todo ello dicho en la lengua de una muda epifanía.
El olor a miedo de los cuerpos de padres en la estación de Pinsk. El intenso aroma de los bosques siberianos durante el deshielo. La fragancia a resina de sus árboles recién hachados durante el verano. El del té, el de sopa caliente de pescado que tomaban padres en el tren de carga, cuando se dirigían hacia Oriente, esperanzados. El olor a melón, de la mano de la uzbeka en mi boca. El del tren desvencijado cuando retornábamos a Europa. El olor a luto de Lodz, cuando supimos que abuelos, tíos, primos, habían sido asesinados. La atroz noche cuando pretendieron arrojarnos del tren, mientras éste atravesaba nuevamente y de regreso los bosques polacos: su acre olor a miedo estaba contenido en el sobre que he soñado. El perfume del tomate cuando lo descubro en Alemania. Los besos de madre. El olor a torta recién horneada en la casa de nuestro profesor de música. A cerveza derramada, cuando se la llevaba a padre en Alemania. Los olores a establo en los que habíamos sido, a veces detenidos, otras veces alojados. El aroma fragante de los hongos que brotaban en los bosques alpinos o polacos, cuando la lluvia había cesado. El olor a mar. El olor picante de las aceitunas en el barco griego. De las naranjas estallando en mi cuerpo. El olor a pan fresco. El olor del vino que me ofrecieron en la cabaña donde estábamos escondidos. El cálido aroma del abrazo de Zipora. La fragancia de las amapolas rojas, cubriendo de olvido los alrededores de Tel- Mond. El olor a madera antigua de la biblioteca de Dom Polski, donde encontré la dirección de nuestro abuelo. El olor a Globol de las pieles de la Otra Casa. La fragancia sudorosa de los abrazos de padre.
Todo esto, y más aún, en una loca vorágine de olores, aromas, perfumes, nostalgias, rechazos, contenidos en un sobre de bordes desvencijados. Así te había soñado. No, nada querías saber de estar viva si no te era posible el olvido.
Y seguramente, me dirías, que dado que no podías aceptar la vida que te proponía, por piedad, seguirías poblando de espesura mis pesadillas. Que no me fuera necesario el ronroneo del tren que palpita para soñarme viva. Pero, quizás, sólo me dirías, que para palpitar, viva.
Estábamos en Santa Ana, sus aguas dormidas apenas nos escuchaban. Sobre la arena tibia recostados. Nuestros pies, curiosos, se miraron. Se escrutaron. Se chamuyaron. Se acercaron. Se rozaron. Se trenzaron. Se devoraron. Se destrenzaron. Y yacen ahora, lado a lado, quietamente abandonados.

ENTREVISTA CON LA AUTORA
Gilgamesh: Lala, la voz que trama las voces de tus textos está imantada por la poesía. Es la primera vez que en Gilgamesh invitamos a una narradora que no tiene libros de poemas pero cuyas novelas pueden leerse como un largo poema. Como si tu obra volviera al origen, a las epopeyas, o como diría el poeta Alejandro Michel, a la poesía que cuenta. Me encantaría saber cómo empezó tu derrotero poético.
Lala Altschuler: No podría escribir de otro modo lo que quiero contar. Escribo después de Auschwitz. Escribo fragmentos de un mundo que ha sido. El tiempo trastocado. El espacio dislocado. Los lazos con el otro mutilados. Los nombres, que nos identifican como existentes, cercenados. Del cataclismo sin precedentes que significó la segunda guerra mundial. Aun cuando hubo otros que lo precedieron y lo sucedieron. «Lo que es fue» dice Cesare Pavese. Tal como dice el Eclesiastés. Escribo astillas: de un no lugar, de un no tiempo, de los nombres que faltan. Hablar es desenterrar el silencio. Comencé a escribir cuando aprendí a escribir. En los cajones menos pensados me encontraba con mis poesías. Pero sólo pude escribir «Un tren en la bruma de Samarkanda», con la intención de publicar, cuando falleció mi madre. Un duelo singular, como lo es todo duelo. Hacía pública una historia demasiado dolorosa para ella. Ella hubiera preferido no saber lo que sabía. Y sin esto no había texto posible. Se me planteó que, para soportar escribirla, tenía que intercalar un personaje, una historia amorosa que transcurría en un tiempo actual. Para ir al hueso del dolor de la niña tenía que saberse mujer deseada. De otro modo me hubiera sido imposible.
Gilgamesh: En el prólogo al «Arte del error», María Negroni escribe que «Uno de los malentendidos más viejos en materia literaria (...) es el que se empeña en clasificar las obras en categorías, géneros, escuelas, allí donde, en sentido estricto, no hay más que autores y artistas, es decir, aventuras espirituales, asaltos y expediciones que se dirigen -cuando valen la pena- a un núcleo imperioso y siempre elusivo...» ¿Qué pensás al respecto? Cuando tenés una historia en mente, ¿cómo resolvés la forma de plasmarla? ¿Tenés rituales a la hora de escribir?
Lala Altschuler: Clasificar le es necesario a la ciencia. El afán clasificatorio le es caro al positivismo. Para la literatura sirve para ordenar los estantes de una librería. Para los ensayos de los ensayistas que de ese modo podrán hacer crítica literaria basándose en cánones establecidos. Tomo las palabras de María Negroni: sí, se trata en la escritura de bordar un núcleo, imperioso y siempre elusivo. Cesare Pavese lo nombra como núcleo mítico inicial, ese núcleo sagrado de la infancia del cual somos hechos. Aludido y elidido, siempre. Cuando escribí un «Tren…» tenía una historia en mente, la sobrevivencia, una historia atravesada por la sobrevivencia. Y quería contarla como yo la había vivido. Me declaraba hija del Levantamiento del Gueto de Varsovia, de su gesta. Tenía que ser narrada como un himno, con toda la furia, la fiesta de estar viva. Acompañada por las canciones que me cantaba mi madre. Escuchaba su voz mientras escribía. Estábamos en el campo de refugiados en Alemania y ella cantaba el himno de los partisanos del gueto de Varsovia. Las canciones de los soldados soviéticos volviendo de la guerra. Muchas veces me encuentro conducida por la música cuando escribo. En «Kinder» hay rezos que se reiteran. Me fueron dictados por el réquiem de Mozart, los escribí durante un concierto.
Gilgamesh: ¿Cuál fue el viaje que te llevó desde «Un tren en la bruma de Samarkanda» hasta «Antonez Fonseca. Autobiografía (2194-1492)? Esta segunda novela recorre lo distópico. ¿Qué búsquedas se sostienen o se reconfiguran de una "biografía" a una «distopía»?
Lala Altschuler: Con «Un tren en la bruma de Samarkanda» pensé que había escrito sobre- vivir, como verbo, como acto. El trabajo del sobreviviente es reconstruir lo que el genocidio y el destierro habían destruido. El lenguaje, el tiempo, los espacios para habitar, los ritos que enlazan el hombre a la vida. Que el mundo vuelva a ser mundo junto a otros. Creía, creíamos en el advenimiento del Hombre Nuevo. «Sog nich keimol as du geist der leste veg», dice el himno del gueto de Varsovia. Nunca digas que es el final de tu senda. Los caminos se abren a otros caminos. A otra lengua. Esa otra lengua será el habla del Hombre Nuevo. Y los niños de la postguerra nos sentíamos identificados con su gesta. Formábamos parte de ella. De su utopía. Digamos que de la fe en la utopía del Hombre Nuevo de la primera novela paso a lo distópico en Antonez Fontseca. Para volver a narrar el destierro. Otro destierro. La idea primera se produjo en el azar del encuentro con una investigación de Simon Wiesenthal: «Operación nuevo mundo». La expulsión de los judíos de España y la operación de Colón judío de encontrar una tierra donde residía la Xll tribu perdida de Israel, hacia allí los conduciría, luego de XV siglos de vivir en ella. Quería ficcionalizar esa epopeya. Investigo la edad media. La convivencia de las tres religiones monoteístas y lo enorme que fue lo que se dio en llamar La Escuela de Traductores, que permitió que vieran a la luz, nuevamente, textos perdidos en la noche de los tiempos. Magistralmente relatado por Borges en Averroes. Quise hablar del destierro, nuevamente. De los expulsados nuevamente. Recorro la Av. Lugones, yo en la autopista. Al costado la villa. El mundo, mi mundo se parte. Una ciudad. Atravesada por un enjambre de autopistas. Los ciudadanos circulamos por ellas y, al borde de éstas, los desplazados, los expulsados, los que caminan por sus orillas. Un mundo distópico. En él los sin lugar, sin hogar. Dice Berger que los expulsados carecen de lugar, de hogar, por tanto no tienen nombre. Hoy. Si lo ubico en 2194 es mera literatura. Creo, por otra parte, que a medida que pasa el tiempo fui descubriendo lo profundamente autobiográfica que es Anetonez Fontseca: nació sin huellas digitales. Otras claves las ignoro.
Gilgamesh: Naciste en Uzbekistán, en 1951 llegaste a Argentina. ¿Cómo influye en tu escritura este desplazamiento físico y lingüístico? ¿Qué historias de tu historia personal traccionan en tus ficciones?
Lala Altchuler: He vivido en Uzbekistán, Alemania, Israel, antes de venir a la Argentina. Siempre en condición de refugiada. A pesar de las diferencias territoriales e idiomáticas una era su cultura. La cultura de la sobrevivencia en la postguerra. La pluralidad de lenguas y los límites geográficos, por tanto, eran relativos. Hablé el idish, el polaco, el ruso, el hebreo. No recuerdo ninguna de ellas. Pero más allá de las diferencias idiomáticas una era la lengua. Más allá de los límites geográficos, la cultura era una: la escasés, el racionamiento, el alojamiento precario, la espera, sobre todo la espera de un lugar que al fin nos alojara. No era el desplazamiento de un lugar a otro, era un desplazamiento sin fin en un tren de carga, por ejemplo, recorriendo miedo y desesperanza. Una cinta de Moebius que me devolvía al mismo lugar, siempre. Creo que es este viaje a ninguna parte, año tras año, para regresar al sin hogar, nuevamente, lo que insiste en mi escritura bajo diferentes ficciones.
Gilgamesh: ¿Cómo conviven la escritora y la psicoanalista a la hora de escribir?
Lala Altschuler: Conviven en el no saber. Que sea este no saber el que me guie, el no saber quién es él o ella. Y que sus palabras me sorprendan. Muchos meses después de haber concluido Antonez Fontseca supe porqué él carecía de huellas digitales. Lo acompaña el Niño. ¿Quién es él? No lo sé, pero así debe ser. Pasión por la ignorancia, decía Lacan, de la cual ambos territorios participan. Su amor a la lengua. Su hacer con la lengua resistencia: a la orden de diviértete, a la ideología de autoayuda que tracciona contra el lazo con el otro. Resisten a la pantallización de la existencia que deviene en pobreza del lenguaje y su consiguiente inhibición del pensamiento. Si esto triunfa, habrá triunfado él: no pienses. El malestar en la cultura con su grado de padecimiento que le es propio al sujeto por el hecho de vivir y de vivir en sociedad, como dijera Freud, devendrá el sujeto de «Un mundo feliz» de Huxley: el sujeto anestesiado. Considero a la escritura y al discurso psicoanalítico como formas de resistencia.
Gilgamesh: ¿Te sentís parte de una tradición literaria? ¿Qué escritores marcaron tu deseo de escritura? A la hora de sentarte a escribir, ¿hay autores, textos que te acompañan? ¿Cómo vas conformando tu biblioteca ideal?
Lala Altschuler: Me siento profundamente deudora de una tradición literaria que en el mito familiar comienza con mi abuelo, a quien no conocí: lo mataron en Auschwitz. Era un lector entusiasta. En su casa se reunían para leer Pushkin, Knut Hamsun, Dostoievski. Tolstoi. Hacían representaciones teatrales con sus hijas, mis tías, a veces un actor invitado. Hace pocos días atrás supe a través del Yad Vashem de Israel, que mi abuelo escribía en el diario local de Biala Podlaska, Polonia. Los caminos secretos de las palabras, lo que estas originan como transmisión. ¿Qué escribiría? Esta biblioteca le dio una dirección a mis primeras lecturas. Pero antes, y para aprender el castellano, leí a Alfonsina Storni, a Gabriela Mistral, a Juana de Ibarbourou, en quienes leía una poética pacifista. ¿Lo eran, o era yo la que me sentí alojada en su lengua poética? Entonces esta lengua, extranjera, devino mi lengua. Y quizás hizo que muchos años después la escritura me fuera posible. Me puse a leer toda la colección Robin Hood, todas las revistas que caían en mis manos, escuchar radioteatros. Las Dos Caratulas- El teatro de la humanidad. Mientras trazaba con una Gillette en la mano, en el respaldo de la cama de mi hermano sinuosidades y arabescos. Mi escritura. Entre el primer cuento que escribí en hebreo a los seis años y los arabescos, pasaron tres años. Luego comencé con los rusos, orientada por mi madre, y el naturalismo francés. Solté amarras literarias, entonces me encontré con los existencialistas, Sartre, Simone de Bauvoire. Y Borges y Alejandra Pizarnik a la que le compraba su poemario en la escalinata de Filosofía y Letras. El descubrimiento de los autores latinoamericanos de lo que dio en llamarse «el boom». No podría ubicar escritores que lanzaran en mí el deseo de escribir, ellos me ofrecieron una lengua, una patria, me alojaron. Lo extranjero devino lo más propio. Para poder hacer con el silencio que me atravesaba y hacer de ella, y con ella, escritura, me fue necesario el descubrimiento del cine. El encuentro con «Hiroshima mon amor», de Alain Resnais, con el exquisito texto de Margaritte Duras. La cámara morosamente se desliza por la piel de Emmanuelle Riva, sus voces aterciopeladas tocan su piel. Si las lecturas significaron el alojamiento en la lengua, el cine me dio el silencio necesario para hacer con ello escritura. La nouvelle vague, Ingmar Bergman, los rusos, los polacos. La morosidad del relato que la cámara propicia luego la reencontré en Marcel Schwob, por ejemplo. Fueron el descubrimiento de otra lengua. Soy una lectora muy desprolija. Investigando sobre la edad media, cuando escribía Antonez Fontseca, descubrí la poética omeya y judía que desconocía. Que varias de las poetas a las que amaba por la sensualidad de su escritura eran conversas. En mi biblioteca actualmente ocupan un lugar destacado mis amigas poetas y el cine, los autores que han sabido plasmar la poética en imágenes. La poética descarnada de los hermanos Taviani por ejemplo en Cesar debe morir, filmada con los presos en las dependencias de una cárcel romana y cuyas imágenes más originales, sorprendentemente, fueron denegadas en la distribución comercial.
Gilgamesh: «Kinder», el relato que da título a una antología de cuentos, parte de una historia real. Leo y veo en Anna el porqué de escribir. Copio: «...Si no hubo para ellos una sola palabra, una sola palabra que los pensara y al pensarlos, los nombrara...» Pienso en Adorno y cómo escribir después de Auschwitz. ¿Qué te pasó al escribir este texto? ¿Qué planteos éticos y estéticos te atravesaron?
Lala Altschuler: Creo que a partir de «Un tren…», y no antes, la escritura estuvo imantada por este enunciado: Dijo Adorno «herida de realidad sobrevivió la lengua». Escribo desde esta herida, en esta lengua herida que me atraviesa, nos atraviesa, porque aún no hay «después» y, quién sabe, si lo habrá algún día. Una herida abierta. Traumática. Y lo traumático es actual. Siempre. Herida de realidad sobrevivió la lengua. Estamos asistiendo al cataclismo que generó y sus consecuencias. El odio e imbecilidad cada vez más aceptados, parecieran ya no sorprender. En «Kinder» pretendí escribir sobre la sobrevivencia de los niños que, me copio, «si no hubo para ellos una sola palabra, una sola palabra que los pensara, y al pensarlos los nombrara…». La sobrevivencia posible dada la ferocidad que esta denegación implica. ¿Los no nombrados, existen? No. Dicho tanto en el Génesis como por el psicoanálisis. Escribir las astillas de lenguaje del que disponían, sus posibilidades de existencia pese a todo, su feroz apego a la vida, viniendo del mundo fuera del mundo que había sido su vida. Desenterrar el silencio quizás sea trabajar la herida. El estilo del relato se me impuso, no hubiera podido hacerlo de otro modo. Sin ningún planteo. No obstante, tenía que oponerle a lo roto del lenguaje de los kínder, el relato del soldado soviético que los conducía al encuentro con Anna Freud. ¿Le era necesario al relato?, a mí me era necesario. Escribo del único modo en que me es tolerable hacerlo. Fragmentariamente. Poetizando. Alertada que no me evoque imágenes de mi familia exterminada. Mi modo de decir lo que se me impone debe ser dicho. Si a ello faltara, eludiría la verdad que pretendo testimoniar. Aunque ella, en parte, siempre se escapa. La literalidad que se me impone en el decir orilla con un litoral, se me escabulle, hace borde a lo innombrable. A lo extranjero. Escribo extranjeridad. La recorro. La alojo como vacío, como modo del silencio. Dar lugar, nuevamente, al carácter sagrado del verbo.
Gilgamesh: ¿Cómo habitás el circuito literario? ¿Qué opinión tenés acerca de las lecturas, tan omnipresentes, los concursos, las becas? ¿Y con respecto a lo editorial, cómo ha sido tu experiencia?
Lala Altschuler: Todo encuentro casual es una cita, dice Borges. Luego de publicar mi primera novela, ocurrió el azar de un primer encuentro con Carlos Skliar, que me llevó a otro encuentro y a otro y otro. Fui tejiendo lazos. Un mundo nuevo para mí, que había comenzado tan tarde esta otra vida. En dichos encuentros se fue tejiendo una red conformada por poetas a los que me unen lazos entrañables. En la presentación de Antonez Fontseca sus voces se dieron cita. Fueron coro diciendo el texto. Estaban Ana Arzoumanian, Bea Lunazzi, Nara Mansur, Flavia Soldano, Noemí Hadis. Hay otras voces, por supuesto. Y encuentros y proyectos. Imposible nombrarlos a todos. La manera en que se plasmó dicho encuentro es metáfora del modo en que me gusta habitar este suelo. A falta de patria, noción que me fue y me es ajena, encontré una lengua junto a otros. ¿Con respecto a lo editorial? Habito el exilio, el destierro.
Gilgamesh: ¿Hay una nueva obra en proceso?
Lala Altschuler: Hay una obra en proceso. Poco antes de la pandemia estuve en Uzbekistán. Era la primera vez que regresaba. ¿Regresé? Solo reconocí la mirada de las uzbekas que me miraban como si nos conociéramos. Me sorprendió la monumentalidad de Samarkanda. Sus madrasas. Inmensa superficie de un libro desplegado, casi sin bordes ni aristas, las letras del Corán brillan al sol desplegando sacralidad. Esta es una imagen, espero que esta imagen se digne a la escritura. La pandemia produjo en mí una fuerte inhibición.
Gilgamesh: Nuestra última pregunta es una que, con ligeras variantes,
repetimos de entrevista en entrevista. En «La muerte de la tragedia», George
Steiner afirma (palabra más, palabra menos) que la poesía se ha vuelto un
asunto privado esencialmente lírico y que, por lo tanto, se ha divorciado de la
memoria histórica de los pueblos. Puesto en otros términos, la poesía es
escrita y leída por poetas y quizá, también leída por alguna de sus amistades...
Hace largo tiempo que el llamado «gran público» ha quedado fuera de este
juego. Alejandra Boero llama a esto el «lazo perdido». ¿Qué sería necesario, en tu opinión, para reparar en alguna medida esa pérdida? ¿Pensás que en proyectos narrativos como los tuyos pasa lo mismo?
Lala Altschuler: Hubo una vez el asombro, de ese asombro nació el hombre. Asombro por su propia existencia, por la existencia del mundo. Por el dolor y la lluvia. Le fue necesario aprehender su asombro, la fascinación que le generaba descubrir que él existía, la muerte existía. De ese asombro, que no tuvo nombre previamente nace el mito, nace la poesía. Preserva lo insondable. Se metaforiza construyendo relatos. Lo sagrado del asombro primero se hace letra. Hiende el cuerpo. Construye verdades inescrutables que exigen fe y creencia. Fe y creencia en la palabra. En su verdad. En el otro al cual la palabra enlaza. Su opacidad preservada en las metáforas que se construyen. Lo insondable ha lugar a lo sagrado. Descubierto el dolor de la vida, su ineluctable dimensión trágica, respondió con más relatos. Ritos sacrificiales. Construyó utopías. La creencia ordenaba el mundo así creado. Construyó historia, construyó mundo como el gran teatro del mundo. Pero un día en el gran teatro del mundo explotó el silencio. De la mano del positivismo afín a la creciente industrialización de la vida explotó el tiempo, la relación que el hombre tuvo con el tiempo. El discurso de Auschwitz y después. Reinó el eufemismo. Y el eufemismo mata a la metáfora y al sentido trágico de la vida. Herida de realidad, sobrevivió la lengua. Ayer apenas, para no retraerme tanto, en la edad media, los juglares recorrían los caseríos. Recitando. Mientras la danza macabra los animaba. Quizás el último de los juglares fue Vladimir Mayakovsky, quien invitado por Lenin a aunar vida y arte, recorría la Unión Soviética recitando. Serán los hacedores del leguaje, recrearán la dimensión estética de los hombres, anestesiada por la servidumbre en la que habían vivido. Quizás la última de las utopías. La recorría en tren. Donde este parara, lo esperaba una multitud para escucharlo, escuchar su poesía. Su voz enardecida. «¡Escuchen!: Si las estrellas se encienden, ¿quiere decir que a alguien les hace falta, / quiere decir que alguien quiere que existan, / quiere decir que alguien escupe perlas?// Alguien, esforzándose,/ entre nubes de polvo cotidiano, / temiendo llegar tarde,/ corre hasta llegar hasta Dios, /y llora / le besa la mano nudosa, / implora,/ exige una estrella/ jura/ no soportará un cielo sin estrellas/ luego anda inquieto,/ pero tranquilo en apariencia/ le dice a alguien:/ “¿ahora estas mejor verdad?/ ¿Dime, tienes miedo?”/ escuchen (…)». El último de los juglares arenga a las masas dormidas y pide y reclama «¡Escuchen!» Y era escuchado por un campesinado analfabeto en el que él creía y al cual buscaba. Pero las utopías se han caído, derrumbadas entre otras cosas por el mercado. Los mitos, entre ellos la construcción de la memoria histórica de los pueblos, se han derrumbado. El tejido social dañado. El arte se ha convertido en industria de la cultura, la des-artización del arte. Tenemos el arte para no perecer a causa de la verdad. El enlace entre vida y arte, originario, retorna en el decir de Nietzsche, ahora como enlace amenazado. Si todo puede ser dicho, a los martillazos, en todo momento, nada puede ser escuchado. Falta el silencio para que la palabra pueda ser escuchada.

NOTA BIOBIBLIOGRÁFICA

Lala Altschuler nació en Uzbekistán. Es psicoanalista y escritora. Ha publicado la novela «Un tren en la bruma de Samarkanda» (Letra Viva, 2015) En 2017 recibió una mención especial (ex aequo) en el certamen Internacional Lucien Freud por su relato «Kinder». Su relato «El encuentro» ha sido premiado en 2021 en el primer concurso literario «Dardo Esterovich» Del llamamiento argentino judío. Ambos relatos conformarán una antología próxima a ser publicada: «Kinder». Publicó la novela «Antonez Fontseca Autobiografía 2194 1492» (Editorial la Docta Ignorancia, 2020). Participó en «Viral. Una forma superior de matar» (la Docta Ignorancia), libro que reunió a escritores de Argentina y América Latina.

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